octubre 20, 2009

Discurso de Leandro Alem en la Cámara de Diputados sobre el sistema federal, a propósito del proyecto de cesión de la Ciudad de Bs. As. para capital de la República (1880) -1/3-

UN PROFETICO DISCURSO DE ALEM SOBRE EL SISTEMA FEDERAL
PRIMERA PARTE
Intervención en el Debate sobre el proyecto de ley relativo a la cesión del Municipio de la Ciudad de Buenos Aires para Capital de la República Cámara de Diputados de Buenos Aires
3º, 4º y 8º Sesión Extraordinaria
Leandro Alem
[12, 15, 17 y 24 de Noviembre de 1880 ]

[...]Sr. Alem. - Hace un momento he oído la lectura del dictamen de la Comisión de Negocios Constitucionales y la palabra del señor Pre­sidente sometiendo a la deliberación de la Cámara. Su informe estaba hecho y conocido de antemano, esto es, las consideraciones funda­mentales, las razones atendibles se habían aducido los promotores de la idea en las Cámaras de la Nación y en la Cámara de Se­nadores de la Provincia, lanzadas a todos los vientos de la publicidad, por los órganos al servicio de esos SS. Acaba ahora de comprome­terlas el señor Ministro de Gobierno.
Así pues, solo esperaba que por su órgano competente, se sometiera este proyecto a la deliberación de la Asamblea para manifestar yo también mi opinión, mejor dicho, para fundar­la, puesto que es conocida, refutando al mismo tiempo, toda esa argumentación que en aque­llos cuerpos deliberantes se había desarrollado.
Aunque estoy, señor Presidente, muy habi­tuado a la vida y a las prácticas parlamenta­rias, debo decido con franqueza, que en este momento, emociones de distinto género, senti­mientos encontrados agitan necesariamente mi espíritu; y la Cámara me va a permitir una bre­ve manifestación que a mi persona se refiere, porque a ella estoy obligado por los especiales y poderosos motivos, que en seguida indicaré.
En primer lugar, señor Presidente, por los su­cesos que se han desarrollado, por la forma en que se han desenvuelto, por las personas que han intervenido en ellos y por las manifestacio­nes públicas a que me he visto obligado antes de ahora, puede decirse que me encuentro, con motivo de esta cuestión, a la expectativa del pú­blico, y debo necesariamente desconfiar de mis débiles fuerzas, atenta la gran importancia y trascendencia que esta cuestión tiene para el por­venir de la Nación y de la Provincia .
En segundo lugar, señor Presidente, me en­cuentro frente a frente, no diré de mi partido en obsequio a la verdad, y haciéndole justicia, pero sí, al frente de un círculo importante de ese partido, que ha militado con más actividad en los últimos acontecimientos, y se ha hecho dueño de la situación oficial de esta Provincia y de la República.
Yo conozco, señor Presidente, la intolerancia de todos nuestros partidos y círculos políticos; cuando alguno no quiere seguir ciegamente las evoluciones que promueven los que en una situación dada las dirigen, la conozco bien; y si todavía no se ha lanzado públicamente alguno de esos anatemas con que se pretende abrumar a los débiles, o a los que no están perfectamente resguardados por sus antecedentes, es porque pa­ra algo sirven esos antecedentes y los sentimien­tos bien conocidos de un hombre, en una situa­ción solemne como ésta.
Pero siento ya, efectos de la guerra sorda que a mí alrededor se promueve. No se me ocultan las especies de mala intención, que se hacen cir­cular, ni las imputaciones ofensivas que sobre mi conducta se lanzan.
A estas últimas, contesto como debo contes­tar,-con el mas soberano desprecio, y vengo con mi conciencia perfectamente tranquila y mi espíritu sereno; -y no han de ser, por cierto, aquellas evoluciones impropias, ni esas contra­riedades las que debiliten su temple ni quiebren el poder de sus convicciones.
Me he formado en la lucha y por mis propios esfuerzos, como es notorio en esta sociedad en cuyo seno he combatido,- o mejor dicho, con la cual he combatido para apartar de mi camino los obstáculos que a cada momento se aproxi­man.
Larga y ruda ha sido, señor Presidente, la con­tienda; palmo a palmo he disputado y conquis­tado el terreno en que hoy estoy pisando, y así he podido observar muchas manifestaciones del corazón humano, que me hacen considerar sin rencor y aún sin sorpresa, situaciones como la que se produce en este momento respecto de mí. Y para decirlo todo de una vez, contestaré con las mismas palabras que les dirigía a los que, ha­ce cinco años no mas, pretendían avasallarme en una emergencia semejante: -he de sobrepo­ner siempre mis ideas y la independencia de mi carácter a las conveniencias de una posición; y como en la vida política, este derrotero franco y abierto suele ser peligroso siempre, estoy espe­rando el choque de pasiones mal encaminadas o de intereses ilegítimos que solo entre hombres pueden desenvolverse; pero yo voy allí con mis sentimientos y mis convicciones, allí donde creo encontrar el bien, y no hay un solo hombre hon­rado, -como yo le considero en la alta acepción de la palabra que haya recibido una ofensa de mi parte, y no hay una situación, difícil en que mi patria se hubiera encontrado, sin que haya recibido hasta el débil contingente de mis fuerzas para salvarla. - Esto me basta para mi satisfacción.
Sin embargo, promedia en esta emergencia una circunstancia que me causa verdadera pena.
Están en ese círculo político algunos amigos bien apreciados por sus buenas condiciones, los que necesariamente, tendrán que caer envueltos en los cargos que se han de deducir de la severa exactitud con que examinaré los sucesos que se han producido en su carácter, en sus propósitos, y en sus móviles y tendencias.
¿Será mía la falta, señor Presidente?
No soy yo quien ha variado de rumbos, no soy yo quien arroja a los vientos, en jirones, la bandera a cuya sombra hemos formado todos nuestra personalidad política y a cuyo titulo conducíamos las vigorosas legiones del partido Autonomista, a la lucha constante, a la fatiga, a la batalla y al sacrificio muchas veces.
Y dígase lo que se quiera por los que siempre tratan de disculpar y defender los procedimien­tos inexplicables de los poderosos, no ha sido una de esas nomenclaturas caprichosas que sue­len darse los círculos políticos militantes como divisa de combate, ha sido una verdadera bande­ra en cuya blanca faja estaba inscrita la idea li­beral democrática, que inspiraba a sus hombres un verdadero programa que envolvía princi­pios y tendencias diametralmente opuestas a las que combatimos.
Nadie, señor Presidente, debe desentrañar una ofensa de mis palabras, por que no tengo intención de hacerla; nadie debe dar e tampoco personalmente por eludido al examinar como voy él hacerla, a todos nuestros partidos políti­cos, penetrando hasta el fondo de su escenario, algunas veces para apreciar sus procedimientos, la veleidad de sus propósitos, la versatibilidad de sus opiniones y todas sus combinaciones y evoluciones impropias en las cuales debemos buscar la verdadera causa del mal, y sobre las cuales debemos hacer la reacción que ahora se intenta sobre nuestro sistema y sobre nuestras instituciones democráticas, cometiendo el mas lamentable de los errores.
No he de teorizar mucho tampoco, señor Pre­sidente, por que a los que tratan hoy de levan­tar y establecer los buenos principios y sanas doctrinas se les llama idealistas y utopistas por los hombres prácticos. - Vale decir algunas ve­ces, y respecto de algunos, los hombres positi­vistas.
Yo voy a ser práctico, también, pero no en este último sentido, esto es: voy a examinar, repito, todos los sucesos y todos nuestros parti­dos en su verdadero carácter, con sus propósitos y sus tendencias, penetrando en todos los de­talles de nuestra vida política práctica para llegar a la conclusión, que luego he de señalar, y porque quiero también arrojar al viento de este modo, esa especie de arenilla dorada con que se envuelve o se pretende envolver una verdadera y amarga droga que se presenta, no solo al pueblo de Buenos Aires, sino a todos, los pueblos de la República.
Cuando se tratan cuestiones, que con tanta gravedad, afectan al porvenir del país, es necesario nece­sario llegar hasta el fondo de ellas, ir a todos sus detalles y examinarlos bajo todos sus pun­tos de vista-tratarlos de otro modo, de una manera superficial es perjudicados, faltando, a nuestro deber y engañando al mismo pueblo de quien hemos recibido tan alta misión.
Con estas palabras, mas o menos amenazaba el señor Diputado Achaval en aquel ruidoso discurso que pronunció contra la capital en Bue­nos Aires en el Congreso Nacional el año 1875, y yo las recuerdo y presento la idea que ellas entrañan por la aplicación indiscutible que tienen en este caso.
Y bien, señor Presidente, a nadie puede ocul­társele el carácter y la importancia de esta ley, o mejor dicho, de la cuestión que está sometida a la deliberación de la Cámara: es un punto esencialmente constitucional que afecta no solo las instituciones de la Provincia de Buenos Aires, sino que, su solución, puede comprometer también, como he dicho, el sistema de gobierno que hemos aceptado y el porvenir de la Repú­blica Argentina.
Y es un principio de sana jurisprudencia, co­mo bien lo decía un Convencional del 73, que la ciencia del legislador no consiste principal­mente en conocer los principios del derecho constitucional y aplicarlos sin mas examen que el de su verdad teórica; consiste también en -combinar esos mismas - principios con la natu­raleza y las peculiaridades del país donde de­ben aplicarse; examinando cuidadosamente las circunstancias porque atraviesa, los anteceden­tes y acontecimientos sobre que se debe y pue­de calcular sin descuidar tampoco los elementos morales y materiales de la sociedad en que se legisla, para armonizar los intereses y peticio­nes discordantes de los diversos pueblos que forman la Nación.
Algo más: en cuestiones, como esta, es ne­cesario no perder de vista y tener siempre presente hasta el carácter, la índole y las pa­siones de los hombres que mas influyen en una e época o en una situación dada; y nunca de ma­yor exactitud esta observación que en las actuales, circunstancias y en el presente caso,
Y bien, señor Presidente, lo primero que mas impresiona al espíritu desprevenido y que con serenidad quiere prever todas las consecuen­cias que la solución de un problema político como este, puede traer para el país son precisa­: lente circunstancias, o mejor dicho, la situación en que se ha promovido, trabajado, desenvuelto y casi terminado, esto que se llama una evolución de partido.
Recién salimos de una situación de fuerza que ha pesado, no solamente sobre la Provincia de Buenos Aires, sino también sobre toda la Repú­blica; y la circunstancia de que en este momento la Cámara discuta sin esa presión, no perjudica ni puede perjudicar la gravedad y exactitud de mis observaciones.
Diez días han transcurrido recién desde que se ha levantado el estado de sitio, y veinte desde que se alzó la intervención, y es evidente, que los efectos de una situación semejante, no desaparecen con ella y mucho menos aquellos que ya se han producido.
Preguntémonos como vino esta evolución. ­Lo repito otra vez, y lo recuerdo a la Honorable Cámara, que ella se ha promovido y desen­vuelto durante aquella situación y por los po­deres oficiales que lo hacían.
No lo critico ni la condeno, por que estaba de­terminado y autorizado por la misma Constitución, porque era necesaria una fuerza legal pa­ra avasallar la fuerza irregular que se levantaba contra las autoridades constituidas de la Nación; pero el hecho se produjo y lo apunto para des­prender sus consecuencias inevitables. - Y fue durante esta situación que tuvo lugar la elección de Diputados al Congreso en varias provincias, y fue bajo el estado de sitio y la intervención en Buenos Aires, esto es, bajo la dirección de autoridad nacional decididamente empeñada en concluir esta cuestión, como ella la presentaba y lo quería, -que se ha elegido y constituido la Legislatura de la Provincia.
Y si bien pensamos las cosas, necesario era también, precitar esta elección para reconstruir los Poderes públicos provinciales y libramos del tutelage de la Nación, recuperando su autonomía esta Provincia - cualesquiera que fuesen los vi­cios y las sombras que sobre ese acto se pro­yectaran. Pero digan ahora todos los hombres de verdad, poniendo la mano sobre su concien­cia, si una Legislatura que nace y se constituye de este modo, teniendo hecha en la Provincia toda su estructura oficial el Ejecutivo de la Nación que a todo trance buscaba la solución que estoy impugnando,-digan con toda sinceridad si esta Legislatura está revestida de la alta autoridad moral, que para pronunciarse sobre cuestión de tal importancia y trascendencia se requiere, a fin de que sus resoluciones tengan todo el prestigio y el respeto de la opinión pública?
¿Digan por fin todos los señores Diputados si creen estar perfectamente autorizados a la vista de estos antecedentes para invocar el voto de sus conciudadanos y afirmar que interpretan fiel­mente la voluntad del pueblo en esta cuestión? (Aplausos y bravos en la barra.)
[…]
Sr. Alem- Y tan es así que esta situación pe­saba sobre todos, sobre los vencidos, sobre los vencedores y sobre los neutrales, que a nadie se le oculta la misma dictadura que ha estado ejerciendo el Comité ejecutivo del partido autonomista triunfante en este momento sobre todo ese partido, y tenia que ejercerla: no era posible dar una satisfacción a todas las manifestaciones y aspiraciones de la opinión; era necesario, mas bien que deliberar, obrar, llevar la acción a to­das partes, reconstruir todos los poderes de la Provincia, repito, para sacarle el gobierno extraño que tenia, y entonces, el Consejo ejecutivo, asumiendo sobre sí la responsabilidad en el acto, fue el único, puede decirse, que confeccionó to­das las listas, que el partido se vio obligado a aceptar.
No es posible sostener tampoco que los espí­ritus que están perfectamente tranquilos y se­renos, y en condiciones por consiguiente, para deliberar y resolver con todo acierto y previsión.
¿Habían desaparecido ya completamente todas esas pasiones, esas desconfianzas, esas pasio­nes, y aún puedo decir esos odios que estas luchas engendran fatal y necesariamente?
No, señor Presidente, no es posible todavía, como muy bien lo acaba decir el señor Ministro de Gobierno, todavía no se han cicatrizado las heridas causadas en los últimos combates, todavía se conocen las señales de la tierra re­movida para inhumar los cadáveres que el plo­mo de los hermanos había producido en esas luchas!
Sí, señor Presidente, estarán amortiguadas to­das esas pasiones, pero es imposible que su in­fluencia no esté todavía dañando todos los espí­ritus: y una ley como esta debiera ser el resultado del estudio reflexivo, completamente reflexivo, reposado y concienzudo, para que dé los resultados apetecibles, esto es para que radi­que el orden, y la paz, armonizándola con liber­tad, para que apague todas las prevenciones y para que haga desaparecer radicalmente todas las reacciones; una lev como esta, decía, cuando se dicta en estas condiciones, no puede ser una ley que produzca este resultado: tiene que ser la expresión violenta de la situación violenta en que se encuentran todos los ánimos.
Y sino vamos a examinada en su origen.
¿Quién fue el promotor de esta ley?
El Congreso de la Nación a quien correspondía su iniciativa.
¿Y cómo la resolvió?
Deliberaba y legislaba todavía en medio del humo de los combates y aun puedo decir que como combatiente.
Los sucesos que se habían desarrollado, las circunstancias especiales por que atraviesa el país y la Autoridad Nacional, hacían de ese Con­greso una Asamblea guerrera. - Y no hay que olvidar tampoco, señor Presidente, que sus me­didas tendían principalmente en vista a esta pro­vincia, a cuyo pueblo, apreciando mal los sucesos y cometiendo un grave error, se consideraba en rebelión acompañando al ex-Gobernador Dr. Tejedor y al círculo político exaltado que lo rodeaba.
¿Tendría el Congreso en esos momentos la serenidad, la calma, y la reflexión que se necesitan para resolver problemas políticos, que no pueden ni deben ser motivados por intereses o con­veniencias transitorias, sino que deben consul­tar los intereses generales y permanentes de la República, con la vista fija en su porvenir?
El que está en lucha y combate no puede pro­ceder sino al impulso de las pasiones que esa lu­cha produce.
Y para que no se crea que estoy exagerando, voy a recordar las mismas palabras del miem­bro informante de la Comisión de Negocios Constitucionales, en el Senado de la Nación - del señor Dr. D. Dardo Rocha.
El señor Senador por Buenos Aires se quejaba amargamente de la presión que sus compañeros de Comisión, y todos los señores del Senado habían hecho sobre su espíritu para discutir el dictamen de la Comisión sobre que informaba en­tonces, sin recoger todos los datos que él creía necesarios para fundar su opinión. Al informar en el seno de la Asamblea manifestó estas amar­gas quejas, agregando que era hasta cierto pun­to una impropiedad, tratándose de una cuestión trascendental como ésta, con los antecedentes históricos que tiene, que los compañeros no le hubiesen dejado siquiera veinte y cuatro horas mas para estudiada.
Agregaba estas palabras: no acuso a nadie, no acuso a mis honorables colegas, no acuso siquiera a los que hayan podido influir en que se decida pronto esta cuestión; pero tengo que re­conocer que en el torbellino en que están las pasiones en este momento, confundiendo y per­turbándolo, hubiera sido mejor esperar un poco mas, porque, “cuando se quiere ir de prisa es necesario andar despacio”.
Y sin embargo, el mismo, considerado hombre de Estado y de inteligencia clara, aconsejaba la resolución de esta cuestión histórica, y que tan­tas perturbaciones ha producido en el país por la forma en que hoy se presenta otra vez; él mismo, repito, aconsejaba la resolución en me­dio de aquel torbellino de pasiones, que por lo que se vé ejercían también su misma influencia sobre el espíritu.
Y agreguemos señor Presidente, que la rama más numerosa y más popular del Congreso, la Cámara de Diputados funcionaba apenas con la mitad de los representantes del pueblo argentino, faltando la diputación de Buenos Aires directa­mente interesado en este asunto y la de otras varias Provincias.
¿Cómo podía, pues, ese Congreso sin incurrir en un grave error decir una inexactitud, cómo podría afirmar que representaba en ese momen­to y para tan seria cuestión, la opinión de la República?
Las circunstancias anormales porque atrave­saba esta Provincia y toda la Nación, impedían necesariamente el aprecio franco del derecho, y la manifestación libre y espontánea de todas las opiniones, y cuando por una parte se legislaba en esta situación, y por la otra, se elegía y cons­tituia la Legislatura Provincial, puedo aventu­rarme a decir que no hay previsión, ni pruden­cia, ni sabiduría en resolver cuestiones como la presente, viniendo en su origen la solución y abrogando sobre ella las mas fundadas sospe­chas.
Estas soluciones solo deben buscarse y hacerse en situaciones perfectamente normales y tran­quilas, para conocer bien el voto popular, y para que todas las aspiraciones legítimas se manifies­ten cómodamente sin el menor obstáculo ni en­torpecimiento.
¿Porque tenemos, señor Presidente, una Constitución tan bella, - si puedo expresarme así en esta Provincia de Buenos Aires, y que con ra­zón se ha llamado la última y mas adelanta­da expresión de la ciencia política, de la cien­cia del gobierno libre? Porque la Convención que la sancionó en 1873, surgió en una situación como la que yo quiero para resolver esta cuestión, porque entonces pudieron manifestar­se libremente todas las opiniones legítimas, y allí los partidos deponiendo las armas y arro­jando sus divisas de combate en la política mi­litante, llevaron a sus principales hombres y es­tos fueron, inspirados solamente por los nobles y elevados sentimientos que inspira el anhelo de la prosperidad de la patria, deliberando y resolviendo con toda previsión y con espíritu perfectamente tranquilo y sereno. Y es así como se debe proceder siempre, porque de otra ma­nera, esos partidos se harían verdaderamente criminales, anteponiendo sus intereses o sus con­veniencias, siempre transitorias, a las convenien­cias generales y permanentes del país.
Yo he oído decir, señor Presidente, que no obstante los acontecimientos que acabo de re­cordar, la opinión general está pronunciada en favor de la solución propuesta, y con esto, que se levanta como uno de los principales argumen­tos, - se pretende disculpar la precipitación con que se procede.
Pues bien, yo convencido de lo contrario, des­de luego, les contesto y me avanzo a decir que no hay tal opinión pronunciada.
¿En donde está esa opinión, y en que consiste esa opinión?
Veámoslo por un momento.
¿Quieren decirme que los artículos de algunos diarios al servicio del poder oficial y del círculo político preponderante, que ha promovido esta evolución, representan la oposición genuina, es­pontánea y fiel - si así puedo hablar - del pue­blo de Buenos Aires?
¿Acaso no nos conocemos todos, y no sabemos lo que importan y lo que valen los artículos de un diario en estas cuestiones? Por regla general, solo traen la opinión del que los escribe o del círculo mas o menos pequeño a cuyo servicio está. Cada diario se hace y se presenta el intér­prete de la opinión pública, y así señor Presi­dente, del mismo modo, yo puedo invocar los otros que están combatiendo esta soluciono
Dejemos, pues, de lado esta hipótesis y vea­mos lo que significan esos cuantos pliegos o so­licitudes que se han leído en sesiones anteriores.
Hace algunos días, señor Presidente, en un conciliábulo o en una reunión de varias perso­nas de los comprometidos a sostener estas ideas, se dijo por alguno; pero es la verdad que noso­tros no tendremos que contestar cuando se nos interrogue, con que motivo y fundamento invo­camos la opinión del país, y es necesario por consiguiente, hacer algo en este sentido para no quedar mal parado. - He ahí el origen de esos pliegos: - jugó el telégrafo y partió la orden para los que gobiernan ciertas localidades, y como por encanto aparecen, se despierta la opinión allí y llegan a Secretaria esas solicitudes con al­gunos centenares de nombres.
Y bien, señor Presidente, no nos digan ni nos hagan estas cosas a los que tanto hemos gastado nuestras fuerzas, y aun diré nuestras ilusiones en la política militante de nuestros partidos, y que conocemos por consiguiente, en que consis­ten, lo que importan, valen y significan esas ma­nifestaciones trasmitidas por el telégrafo desde lejanos puntos, anunciando que una gran reunión de tantos cientos y miles de ciudadanos proclamó a tal candidato o se adhirió a tal combinación.
Felizmente para ella la Comisión de Nego­cios Constitucionales, que según se vé, quiere proceder con seriedad, comprendiendo la farsa que allí se contiene, ha dejado en su archivo a los tales pliegos, atribuyéndoles así el mérito que les corresponde.
Hace pocos meses, no más, nosotros negamos y sosteníamos enérgicamente que la opinión de este pueblo no acompañaba al Dr. Tejedor en su política violenta y en sus actos irregulares; -y efectivamente, señor, no le acompañaba.­- Ruda era la lucha con sus defensores - y cuando adoptábamos las medidas necesarias para impe­dir la ejecución de sus planes perjudiciales, nos llovían pliegos de firmas y solicitudes para im­pedir nuestras resoluciones, adhiriendo decidi­damente a la política de aquel gobernante. Y nosotros, señor Presidente, seguíamos impertur­bables sosteniendo que el pueblo rechazaba al Dr. Tejedor y su política, y menospreciába­mos esas farsas, - todas esas llamadas manifestaciones populares y escritos, - promovidas o mejor dicho, hechas en la campaña, por los agentes del Gobernador que a su nombre se hacían dueños de aquellas localidades.
Así, pues, señor Presidente, si aceptamos esta opinión publica contenida en estos pliegos, tenemos necesariamente que confesar nuestro error y reconocer, que fuimos irritantemente injustos, y que el Dr. Tejedor ha sido el Gobernante y el candidato mas popular de Buenos Aires.
Y quiero, por fin, entrar al último argumento de esta especie que se presenta con ruido. El comercio de esta ciudad se encuentra decidida­mente pronunciado en favor de la cuestión, nos repiten a cada momento y todos los tonos.
A la verdad, señor, que el asunto es grave uno de los que mas ha preocupado a todos nuestros hombres públicos, y acaso que mas perturba­ciones ha traído en nuestra vida política, por los principios que pueden comprometerse según el modo y la forma de la solución.
¿Y en donde están esas grandes manifesta­ciones, que de una opinión consciente y serena, deben producirse en estos casos, atento los an­tecedentes de tan trascendental cuestión?
Pienso que nadie las ha visto, y que nadie puede señalarlas.
Y por otra parte, debo decirlo con toda fran­queza, sin esquivar la responsabilidad de mis opiniones, - cuando se discuten y se quiere resolver estos grandes problemas de la política y de nuestra vida institucional muy poco pesa e influye en mi espíritu, y muy poco debe pesar en el animo de nuestros pensadores y de nues­tros legisladores, la opinión que se indica.
El comercio de esta ciudad, señor Presidente es verdaderamente cosmopolita, y en su mayor parte extranjero, que no se preocupa ni em­plea su tiempo estudiando y examinando aque­llos problemas para comprenderlos bien, hacién­dose cargo de todas las consecuencias que pueda producir la solución que se dé. - Y así lo hemos visto dirigimos, a nosotros mismos, en el perio­do anterior, repetidas solicitudes, sosteniendo el mantenimiento de los batallones de línea y de todos los elementos bélicos de que hacía uso el Dr. Tejedor; y así lo hemos visto un poco mas allá, aplaudiendo la Dictadura del Coronel La­torre en Montevideo; y haciéndole grandes ma­nifestaciones para que la continuase, porque La­torre les repetía lo que ahora les dice el Poder oficial, interesado en esta cuestión, “aquí tenéis la paz, aquí tenéis el orden radicado.” Pero mas tarde, señor Presidente, sentirán las consecuen­cias de su error; y así la sintieron en Montevideo, viendo languidecer la industria y desaparecer el movimiento comercial, porque la paz no es pro­ductiva de este modo, ni es el orden saludable que por estos medios se produce. Habrá quitis­mo y silencio, porque el orden verdadero se tie­ne armonizándolo con la libertad, con el ejercicio franco y el respeto mutuo del derecho, con la relación armónica entre los gobernantes y go­bernados.
De ninguna manera soy antipático al elemen­to extranjero, ni le juzgo mal, ni pretendo hacer­le una ofensa al expresarme de este modo. - Si él llega hasta estas regiones y viene a este País a desenvolver sus intereses y sus industrias, na­tural es que tome también alguna afección por nosotros. No acuso pues su intención; pero yerra, Sr. Presidente, porque ni conoce bien la historia de nuestra vida política, ni se ha deteni­do a meditar sobre ella, ni está obligado a gastar su; fuerzas estudiando los problemas do su organización.
¿Donde está, pues, esa opinión tan influyente y de tanto peso que se invoca?
Si de tal modo estuviera convencido de ella, y contaban con la voluntad del pueblo de Buenos Aires ¿porque los autores de esta evolución po­lítica, han usado medios tan irregulares, y procedimientos tan violentos para ejecutarla y con­sumarla?
No es un misterio para nadie los tratos y contratos que iniciaban los Poderes Nacionales con las Cámaras rebeldes, absolviéndolos de toda culpa y pecado si les entregaban la ciudad.
El negocio no pudo concluir muy pronto, y parece que algunas dificultades se presentaron por éstos, y entonces, se retira la absolución, y reapareciendo el delito, los rebeldes van a la ca­lle y es doloroso decirlo, señor Presidente, una de las razones fundamentales que se adujeron en el Congreso, fueron los entorpecimientos que esas Cámaras ofrecieron en el primer momento para hacer la entrega o la cesión en la forma que el Poder Nacional lo quería. Yo mismo y todo el que quiso oírlo escuchó en la Cámara de Diputados, saliendo de los labios de miembros mas importantes de ese cuerpo, como los Doctores Achaval y Rozas.
Se procede en seguida a la reconstrucción de este poder público provincial, en la forma y del modo como ya lo he señalado, y entonces, inva­diendo una duda el espíritu de los principales promotores de la idea, resuelven suspender sobre nuestra frente la espada de Damocles.
Estas Cámaras proceden del partido Autono­mista, se dijeron que por sus tradiciones y su bandera es contrario a esta solución, y como es muy difícil que todo un partido de principios abdique de un momento para otro, de su anti­guo credo, no obstante que algunos de sus hom­bres principales acepten ahora como bueno esto: «acto nacional», es necesario tomar todas las preocupaciones y oprimirlo, - y se sancionó la ley de la Convención.
Ahí la tienen nos dijeron, quieran ustedes o no quieran, la ciudad de Buenos Aires será te­rritorio nacional, y entonces no será solamente reformado el artículo 3º de la Constitución, sino que se hará tabla rasa, borrando todos aquellos sobre las condiciones en que Buenos Aires se incorporó a la Nación.
- Cuarto Intermedio
[…]
Continuación 4º Sesión Extraordinaria del 15 de noviembre de 1880.
Sr. Alem. - En los primeros prolegómenos que de mi discurso expuse en la sesión anterior, comencé por establecer esta proposición indiscu­tible, que no admite absolutamente réplica; la solución de una cuestión de esta naturaleza, de esta importancia y de esta trascendencia, que elabora, por así decirlo, el último resorte de nues­tra organización política, y ha marcado rasgos tan sensibles sobre el libro de nuestra historia: la solución de una cuestión de esta naturaleza, decía, tiene que ser el resultado de un estudio re­flexivo y concienzudo con espíritu completamen­te sereno y desprevenido, tiene que ser el pro­ducto de todas las opiniones, franca, espontánea y libremente manifestadas en una situación nor­mal, en que nada les estorbe ni les incomode, para que de esta manera, pueda señalar sus efecto saludables en el presente y en el porvenir, respondiendo a los intereses y a las conveniencias generales y permanentes de la República y a las legítimas aspiraciones de los pueblos.
Entré a demostrar en seguida, con algunas consideraciones que al efecto desarrollé, que en este caso faltaban precisamente todos eso elementos para discernir con exactitud, y hacer una resolución perfectamente acertada.
Versó, pues, mi exposición sobre esos tópicos principales; la situación de fuerza en que se había elegido esta Legislatura: la circunstancia ex­traordinaria en que había legislado el Congreso; la falta de voto y de opinión popular que había en favor de esta cuestión y que ninguno de los dos cuerpos deliberantes podía invocar.
En esos momentos, esto es, cuando la sesión se levantó, iba a citar unas palabras muy signifi­cativas del Sr. Senador Pizarro en el Congreso de la Nación, y que demostraban cómo esa mis­ma asamblea se consideraba sin títulos, por de­cirlo así, para invocar la opinión pública y es­pecialmente cómo ella comprendía que la voluntad del pueblo de Buenos Aires no estaba con esa solución. Se sabe que él fue uno de los sostenedores del proyecto de Convención, con el cual únicamente quería obtener la solución de este asunto, combatiendo el que ahora se ha presentado a la deliberación de la Cámara.
Decía ese Sr. Senador que esto no era más que un paliativo, una especie de narcótico para adormecer al Congreso; que la Legislatura de Bue­nos Aires no ofrecía absolutamente garantía para esta cuestión. Y fundaban su opinión en estas consideraciones.
“A esto y exclusivamente a esto queda re­ducido el proyecto en debate. Sin embargo, si yo comprendo que las ideas de uno, de dos, de tres individuos pueden modificarse de un momento a otro, de suerte que algunos de los que ayer tan vivamente impugnaban la federaliza­ción de Buenos Aires.” sean hoy los paladines ardientes, los defensores mas concienzudos y convencidos de la conveniencia de este acto nacional, no puedo persuadirme que un partido político abdique de la noche a la mañana de su credo, en cuestiones tan graves y trascendentales como esta, para ponerse todo al servicio de una causa que ha combatido la víspera.
››Aquí comienzan mis temores; y mucho me­nos puedo fiar a tan débil garantía, el éxito de esta importante cuestión, cuando considero que este partido, en el poder, para dar buen resul­tado a este principio —que no figuraba en la inscripción de su bandera y que se puede hoy decir la ha arrebatado a la bandera de sus ad­versarios— tiene que comenzar por amputarse dolorosamente la representación del poder mismo que está llamado a dictar esta ley que el Congreso no dieta, lo repito.
››La Legislatura de Buenos Aires, dictada esa ley, tiene que ver disminuido el número de su representación, en proporción a la representa­ción correspondiente a la ciudad; tiene que ver disminuida su representación de igual modo en el Congreso de la Nación y vería escaparse de sus manos, fuertes y poderosos elementos
He ahí, Sr., lo que sostenía anteriormente: no se fiaban de la opinión, porque comprendían que ella no estaba con el proyecto; y pensando que esta Legislatura, emanada de ese partido que había tenido como bandera la idea demo­crática y liberal de la autonomía de la Provincia, no abdicaría fácilmente de su antiguo credo, el Congreso suspendió sobre nuestra frente la es­pada de Damocles, pronunció una verdadera amenaza y quiso hacer presión sobre nuestros ánimos, de manera que tuviéramos que resol­verla quisiéramos o no quisiéramos.
Y para concluir sobre este punto, diré una última palabra; —y quiero desde luego pregun­tar: ¿con qué títulos, con qué fundamentos invo­caba el mimo Congreso la opinión de los pueblos de la República, repitiéndonos que era una exigencia nacional, la solución que proyectaba y al fin resolvió? En esos momentos, en que cua­tro provincias estaban bajo el estado de sitio, y el resto de la República se agitaba al soplo de la guerra y estaba en movimiento militar producido por sus mismos; Gobernadores, sin necesi­dad, y aun sin requisición del Gobierno Nacional cuando de todas partes venían los ciudadanos, en Batallones, regimientos y divisiones al cam­pamento de la Nación, sometidos, por consi­guiente, a la disciplina y a la regla militar?­¿Era allí, en esos cuerpos militarizados donde el Congreso iba a buscar la opinión pública y a inspirarse sobre esta cuestión histórica?
No es posible sostener semejante proposición, y sin embargo se resuelve, y aun se condena el debate.
Varios órganos de la prensa, al servicio de la fracción del partido autonomista que ha promo­vido esta evolución desde las regiones oficiales, maltratándome un poco de paso, nos repetía an­teayer y ayer en cada párrafo: que era inútil toda discusión; que era completamente ineficaz el debate, pues no tendría otro resultado sino postergar, por algunos días más, la sanción de este proyecto, resuelta y decretada ya.
¿Por quien habrá sido decretada, señor Presi­dente?
Yo lo ignoro. Tal vez otros señores Diputados con mejores datos puedan contestar.—Pero yo tengo que hablar mucho todavía, y he de desa­rrollar extensas consideraciones, estableciendo con el libro de nuestra historia en la mano, la inconveniencia de resolver esta cuestión del mo­do y en la forma y en los momentos en que se propone y se ha traído al debate.—He de demos­trar también que aun en el caso de que esta Legislatura se encontrase en mejores condicio­nes morales bajo el punto de vista que antes he indicado, ella está constitucionalmente inhabili­tada para pronunciarse.—Señalaré en seguida las pobrísimas condiciones, tanto en el arden polí­tico como económico, en que queda Buenos Ai­res; pero como esta no seria una razón decisiva, si la evolución proyectada respondiese a los intereses generales de la República, en presencia de los que debiéramos ahogar los porteños los sentimientos y las afecciones que esta localidad tiene que levantar en nuestro espíritu, porque son los sentimientos del hogar,—quiero por fin establecer, de una manera indudable todos sus peligros que se envuelven para el porvenir de la Patria en esta verdadera reacción que se hace contra nuestras instituciones democráticas y el sistema de gobierno que hemos; aceptado, como el régimen lilas perfecto para que aquellas se radiquen y produzcan sus efectos saludables.
Acabo de invocar, Sr. Presidente el libro de nuestra historia, y es necesario abrir sus páginas siquiera sea por un momento, a fin de poner ú la vista de los señores DD. todos los antecedentes desfavorables que en ellas se encuentran para esta evolución, rectificando de paso la afirmación verdaderamente atrevida del señor miembro informante en la Cámara de Senadores, cuando nos repetía en el mas alto tono y con la mayor firmeza que la solución propuesta era una exi­gencia de los Pueblos desde sesenta años atrás.—­Error y muy grave Sr. Presidente; y si los señores Diputados y todos los que han promovido y sostenido ese pensamiento ahora, quieren en­contrar allí, siquiera sea una atenuación a la falta que se les imputa por las circunstancias, las condiciones y los procedimientos en que han envuelto la medida, pronto perderán la ilusión que se han hecho y tendrán que reconocer la inconveniencia del acto.
En esta cuestión y en la forma en que se presenta, se entrañan, por así decirlo, las dos ten­dencias que mas han preocupado a nuestros hombres públicos y mas han trabajado nuestra organización política, —la tendencia centralista unitaria y aun puedo decir aristocrática, y la tendencia democrática, descentralizadora y federal que se le oponía.
Siempre que esta cuestión ha surgido, preten­diendo una solución como la presente, al mo­mento también han aparecido en lucha , aquellas dos tendencias, y la razón es sencilla.—Para el régimen centralista y unitario, dadas las condiciones de nuestro País y el estado de las otras Provincias, la Capital en Buenos Aires es necesaria, es indispensable, tiene que ser uno de los resortes principales del sistema,—y para la ten­dencia opuesta, para el principio democrático y, el régimen federal en que aquel se desarrolla, la capital en este centro poderoso, entraña gravísi­mas peligros y puede comprometer seriamente el porvenir de la República constituida en esa forma y por ese sistema.
La lucha ha sido inevitable y es sobre ella que tengo que traer al debate los antecedentes necesarios; pero yo he de hacer historia verdadera, y no romances históricos como los que he oído, apreciando los sucesos con imparcialidad y por los datos recogidos de los mejores escritores argentinos.
Puede decirse que esta lucha se presenta con sus caracteres mas pronunciados y sensibles desde 1815, en cuya época, la gran centraliza­ción que hacía el director General Alvear, em­pezó a producir una seria alarma en todos los pueblos de la República y en la misma Buenos Aires, que como se sabe, arrojó del poder al Director y a la Asamblea, declarando que en adelante no quería ser mas el asiento de las Autoridades Nacionales.
Todos los Pueblos enviaron calurosas felicita­ciones al Cabildo de Buenos Aires por aquel movimiento revolucionario, impulsado induda­blemente por el sentimiento descentralizador y del propio gobierno.
Vino en seguida el Congreso del año 16 ins­talado en Tucumán, y trasladado posteriormente a Buenos Aires en donde residía el círcu­lo principal del unitarismo, compuesto de hom­bres muy distinguidos sin duda, sintió al mo­mento la influencia entonces poderosa de esos; caballeros, que tenían la dirección de los nego­cios públicos y de la ruda contienda que para la emancipación se sostenía contra la monar­quía española. Esa Asamblea, no fue solamen­te unitaria sino que fue también monarquista. Sus planes no pudieron quedar ocultos y la indignación, que ellos produjeron en el Pueblo, intimidó e hizo retroceder a sus autores. —La proyectada nueva monarquía fracasó; peo el círculo unitario persistiendo en sus ideas cen­tralistas y creyéndose todavía con poder e in­fluencia suficientes para establecer y hacer acep­tar el régimen de sus simpatías, dictó la Constitución de 1819, sin atribuir gran importancia al sentimiento popular que ya se manifestaba de una manera sensible en favor del sistema fe­deral.
Cuales fueron las consecuencias de este error, todos los señores Diputados deben saberlo. Constitución y Congreso desaparecieron al im­pulso de aquel sentimiento, declarando esa misma Asamblea, que no había interpretado bien las aspiraciones de los pueblos, que debie­ran convocar y elegir nuevos representantes, a fin de constituir el País, de acuerdo con esas aspiraciones. Y vino después aquel momento do­loroso y contemplamos ese cuadro lleno de sombras, aquella brumosa tarde «que se llama el año 20» en nuestra vida política.
Apartemos la vista de ese cuadro, y llegue­mos al Congreso de 1824.
Todo se presentaba en esos momentos con aspecto verdaderamente halagador, respondien­do a los propósitos de organizar la República.
Instalada la nueva Asamblea, dicta la ley fun­damental, cuyos términos recogía de la que había dado la Legislatura de Buenos Aires, y por lo cual se aseguraba a todas la; provincias su gobierno propio, estableciendo que se regirían por sus instituciones locales, mientras el Congre­so trabajaba, y sancionaba la nueva Constitución. Pero algo ofuscaba aquellas inteligencias distinguidas, que olvidando la; dolorosas lec­ciones de la experiencia, inician, preparan y desenvuelven una nueva reacción centralista, adoptando los medios mas irregulares y los procedimientos mas violentos y vituperables para con­sumarla. Rivadavia era el Jefe y el Caudillo de ese círculo que aún conservaba bastante in­fluencia en este centro poderoso. Rivadavia fue nombrado Presidente constitucional y con ca­rácter permanente, antes de que la carta orgá­nica fuese sancionada y por el término que después se fijaría en esa Constitución; y ese nombramiento se precipitó de tal modo, que la asamblea unitaria no quiso esperar la integra­ción antes ordenada precisamente para ese acto y la resolución del problema que agitaba y preo­cupaba a todos los pueblos, cual era el régimen a que debiera subordinarse el Gobierno de la República a constituir.
Dado el primer golpe era necesario proceder en el mismo sentido, sin dejar lugar a los movimientos espontáneos ni ocasión para que la opinión pública volviera de su sorpresa, y aún puedo decir de su aturdimiento. En el mismo día Rivadavia asume el mando y sin perder ho­ras presenta en seguida el famoso proyecto de lev sobre Capital de la República en Buenos Aires. Las autoridades de la Provincia protes­tan, el pueblo se agita y se alarma y se indigna, pero el círculo unitario, impulsado por aquel espíritu atrevido y verdaderamente notable, de­creta la muerte política de la Provincia, para entregar al gobierno directo y a la acción inme­diata del Poder Central, todos los elementos ne­cesarios a fin de dirigir y reglar a todas las Pro­vincias que debían componer la Nación, adies­trándolas, fecundizándolas, enseñadoles la subordinación de las cosas y las personas; tales eran los términos del mensaje.
Como era natural, la agitación crecía; pero los centralistas no podían detenerse. Habían echa­do ya los fundamentos del régimen que querían establecer; y solo faltaba el último paso en el camino que habían emprendido. La Constitución unitaria se sancionó pues, el año 26. La obra estaba consumada; pero como los cimientos eran deleznables, porque no hay nada sólido ni esta­ble en el orden político, apartándose de la opinión pública, y contrariando las tendencias y los sentimientos de las sociedades para que se legis­la, su fin estaba también decretado de antemano.
Las aspiraciones del Pueblo Argentino, esto es, de las Colectividades que debía formar nuestra nacionalidad, repugnaban abiertamente un sistema que abatía su autonomía y les quitaba su gobierno propio.
El círculo centralista vio el vacío a su alrededor, su obra era condenada públicamente y su poder se quebraba por instantes. El sentimiento autonómico y la idea federal y descentraliza­dora, se levantaban imponentes.
El centralismo tuvo, pues, que declararse ven­cido. Cayó Rivadavia y con él desapareció el Congreso reintegrando antes a la Provincia de Buenos Aires en su autonomía y en los derechos que le arrebatara, y revocando de este modo su anterior y violenta sanción, por que el voto ge­neral de los buenos, el clamor de todas las Provincias y los intereses mas sagrados de la Repú­blica, así lo exigían; elocuente manifestación de una asamblea imprevisora y que debiera servir­nos de ejemplo en estos momentos.
Vencido por la opinión pública, el círculo cen­tralista, fue exaltado al Poder el Coronel D. Ma­nuel Dorrego, la encarnación más brillante en­tonces del sentimiento popular y de la idea federal, y asumiendo la dirección de los negocios generales llevó la calma y la tranquilidad a todos los espíritus. Pero cuando las tendencias luchan, esa contienda es ruda y agotan todas sus fuerzas los combatientes. Un caudillo prestigioso en el ejército de línea, perteneciente al círculo unita­rio, regresando de los campos de Ituzaingó, cae de sorpresa sobre el Coronel Dorrego, que aban­donando la ciudad va a rendir por fin su vida en el pueblo de Navarro. Pero ahí estaba Rosas asechando desde algún tiempo y astuto, inteli­gente y ambicioso, recoge la bandera caída de las manos inertes de aquel malogrado patriota y a su sombra y a su título, conduciendo las legiones populares, derrota sin gran esfuerzo al General Lavalle y aprovechando las circunstan­cias especiales del país, se hace el árbitro de la situación general. Rosas venció, Sr. Presidente, al último caudillo unitario que bregaba todavía en 1828, pero con sus instintos después conocidos y sus propósitos de una dominación absoluta y sin control, abatió en seguida todas las formas y todos los sistemas, porque no tuvo otra ley ni otra norma de conducta que su voluntad capri­chosa. El despotismo no es un sistema de go­bierno, porque es la degeneración de todos los sistemas. Hagamos, pues, un paréntesis en estos recuerdos históricos, como aquel fue un parén­tesis en nuestra vida republicana.
Rosas tenia que caer y fue al General Urqui­za, caudillo igualmente voluntarioso, a quien cupo la suerte de derrocarlo. Los propósitos del general vencedor no se ocultaron mucho tiempo. Una revolución le alejó de Buenos Ai­res. Director provisorio y rodeado de buenos argentinos que buscaban la organización de la República, convocó la Convención de 1853, La Constitución fue sancionada y en ella aparece, por segunda vez, determinada en nuestra legislación política, la capital de la Nación en Buenos Aires. Y aquí es necesario, Sr. Presidente, que nos detengamos un momento para descubrir e inquirir los motivos de aquella resolución. En primer lugar el Gral. Urquiza, era el Presidente ce la República, inevitable en ese primer periodo. Nadie resistiría su candidatura en las otras Pro­vincias; y el General Urquiza, gobernante absoluto de la Provincia de su nacimiento, con in­fluencia verdaderamente decisiva en esos mo­mentos, sobre el resto de la República, exclu­yendo a Buenos Aires, y con profundos resenti­mientos para esta última, a quien llamaba des­leal y desagradecida y revoltosa, quiso hacerla sentir también su acción y su voluntad predo­minante, declarándola territorio nacional para tener su gobierno directo e inmediato, eliminan­do al mismo tiempo y de este modo aquel obs­táculo único que el comprendía se podría cruzar en el rumbo de sus propósitos de dominación sobre toda la República. El General Urquiza, llamándose federal, era tan centralista y absor­bente como Rosas que se atribuyó el mismo tí­tulo, y como sus tendencias no podrían realizar­se gobernando a la República desde el Entre Ríos O el Paraná, desde luego dirigió sus miradas hacia Buenos Aires, pretendiendo apoderar­se de este centro poderoso por sus elementos materiales y morales y cuya influencia legítima tiene que ser siempre una valla para los avan­ces del ‹‹ poder extraviado».
Así fue por la segunda vez declarada Capital de la República la Provincia de Buenos Aires, sin su consentimiento, sin que fuera consultada y al impulso de todas aquellas pasiones que agi­taban el espíritu de un caudillo triunfador y preponderante, en esos momentos. Buenos Aires permanece segregada. —Se libra la batalla de Cepeda, y en presencia de aquel doloroso acontecimiento, el sentimiento de la fraternidad impulsa nuevamente a los argentinos a la organización definitiva de la República, gravando previamente el pacto del 11 de Noviembre de 1859. - Todos reconocieron que Buenos Aire, debía examinar la Constitución del 53, puesto que no había tomado participación en ella sien­do uno de los principales Estados de la Confederación, y la primera de las reformas que esta Provincia discute y presenta, es la que se refiere al artículo 3º en que se le declaraba Capital, abatiendo su autonomía y su personalidad po­lítica.
Aquí, en este mismo recinto, la Convención especial de 1860, compuesta de hombres muy notables y distinguidos, se pronunciaba decidi­damente contra la solución que hoy aparece de nuevo; y tan firme era el propósito y tan inque­brantable la resolución, que varios señores con­vencionales llegaron a sostener que esa reforma ya estaba hecha por el pacto mencionado que aseguraba a Buenos Aires la integridad de su territorio y la legislación exclusiva sobre todos sus establecimientos públicos, de modo —decían ellos — que llevar y presentar una reforma al artículo 3º, sería desvirtuar hasta cierto punto la fuerza de aquel convenio y exponerse a que la Convención Nacional la rechazara y por ese mismo rechazo quedase Buenos Aires otra vez en la condición anterior.
Sin embargo la reforma se llevó, pero se llevó como abunda miento, incorporándose también a la Constitución y como parte de ella, el pacto del 11 de Noviembre.
Y bien, Sr. Presidente, esas reformas fueron aclamadas por la Convención Nacional de Santa Fe y puede decirse que por los mismos hombres que siete año antes habían gravado ese articu­lo 3º declarando a Buenos Aires la capital de la Nación.
El General Urquiza ya no era Presidente. El General Urquiza no tenía necesidad de gober­nar directamente a Buenos Aires.
Pero la unión no estaba bien consolidada, por­que los recelos, las desconfianzas y las prevenciones que los hechos anteriores dejaran en el espíritu de todos no habían desaparecido completamente. —Estallaron nuevamente las pasio­nes y otra batalla se libró. — El General Mitre fue el triunfador en Pavón. — Cayó el Presidente Derqui abandonado por el mismo Urquiza, y Mitre fue el árbitro de la situación.
Mitre se propuso derrocar todo un orden de cosas existente; era la espada brillante que todo lo dominaba entonces, y quiso afianzarla también con el Gobierno directo e inmediato de esta influyente Provincia. Reaparece la cuestión Ca­pital, primeramente con motivo de la convocato­ria del nuevo Congreso a Buenos Aires, y desde luego todos los que ya habían aceptado franca y lealmente el régimen federal, no obstante las tradiciones unitarias de algunos, — se levantan enérgicos y decididos, combatiendo el pensa­miento que ya revelaba el General Mitre, y en elocuentes y viriles alocusiones, como las de Mármol y otros senadores de la Provincia, apun­tan los serios peligros que la centralización trae­ría para el régimen adoptado y por el cual se había pronunciado desde mucho tiempo atrás el sentimiento de los pueblos.
Se reúne el Congreso y el Presidente Mitre tan influyente en esta ocasión como lo era en 1853 el General Urquiza, hace sancionar en 1862 la ley que federalizaba a Buenos Aires por algunos años. Enérgica y brillantemente combatida fue por oradores distinguidos, como Gorostiaga y otros señores Diputados; pero la influencia del Ejecutivo triunfó al fin.
Sin embargo, esa ley tuvo que buscar en se­guida los archivos del Congreso, derrotada por la opinión pública de esta Provincia.
Creo inútil describirlo, porque estará fresco el recuerdo de aquel solemne movimiento popular, de aquella memorable lucha, en que un Pueblo inteligente, celoso de las instituciones democrá­ticas, y comprendiendo el rudo golpe que ellos sufrirían con el sistema elegido para que fácil­mente se desenvolvieran y se perfeccionaran, supo contener con laudable virilidad los propósitos del reciente triunfador. Y de allí precisamente surgió el gran partido Autonomista, a la sombra de cuya bandera, abandonada por algu­nos de sus antiguos sostenedores, estoy en este momento combatiendo la evolución que entraña la tendencia completamente contraria a los principios que en ella inscribimos en 1862.
Y debemos confesarlo caballerescamente; la opinión pública fue respetada, no apareció la espada de Damocles sobre nuestra frente; y des­de entonces, señor Presidente, con las nuevas derrotas que la tendencia centralista había su­frido en 1860 y en 1862, ya se hizo conciencia pública, se hizo conciencia Nacional, de que Buenos Aires no podía, ni debía ser, ni seria la Capital de la República, no solamente por el derecho que tenia a conservar su autonomía y la influencia legítima que sus antecedentes y sus elementos le dan, sino también porque esa solución a la cuestión pendiente, envolvía gravísi­mas peligros para el porvenir de la República, minando por su base, como antes lo he dicho, el régimen de Gobierno, porque tanto habían bata­llado los Pueblos que la componían. Y así vere­mos que en los diversos proyectos, que desde esa fecha en adelante, surgen en los Congresos, jamás asomó ni siquiera de una manera indi­recta la idea de traer nuevamente al debate esta cuestión; esto es: en la forma en que hoy se presenta, con la mayor imprevisión, a mi juicio.
La última discusión que tuvo lugar en 1875 brillante y laboriosa, fortalece la afirmación que acabo de hacer; la opinión general, rechazaba la federalización de Buenos Aires. Quiero detener­me aquí un instante, porque son de gran impor­tancia los datos que me ofrece aquel debate, y por las personas que en el intervinieron.
Con motivo de un proyecto que designaba la Capital en el Rosario, si mal no recuerdo, se reunieron las Comisiones de Negocios Constitucionales y de Legislación, compuestas de muy distinguidos miembros de la Cámara, pues figu­raban entre ellos, personas como los Dres, José M. Moreno, Carlos Pellegrini, Tristán Achaval, Delfín Gallo, Ruiz Moreno, Alcobendas, Villadas, Vicente Fidel López, etc.
Las opiniones de aquellos caballeros se divi­dieron, de tal modo, que no pudo formarse mayoría sobre un proyecto y se llevaron cuatro dictámenes a la Cámara, pero nadie pensó en la solución que hoy se propone. Unos aconsejaban la Capital en el Rosario, otros en Córdoba, otros la Capital nueva y los últimos el aplaza­miento. Y fue con motivo de este último dictamen que el Diputado Achaval tuvo una cavilo­sidad, y creyendo que el aplazamiento respondía al pensamiento de establecerlo mas tarde en Bue­nos Aires, pronunció aquel ruido so discurso con­tra ese pensamiento que él suponía, lanzando de paso las mas injustas recriminaciones a este Pueblo. Semejante idea no había ocupado un instante la mente de los señores interpelados, y ellos en primer lugar y todo el partido Autono­mista en la Cámara, se levantó protestando con­tra las suposiciones del Sr. Achaval. Tengo a la vista las enérgicas palabras del miembro infor­mante Dr. D. José M. Moreno, y voy a permi­tirme leerlas… Decía aquel Diputado:
“Cuando ha venido esta cuestión de Capital a conmover los espíritus todos, Buenos Aires ha resistido la federalización, contrariando los esfuerzos del hombre que tenia entonces mas poder y mas prestigio, puesto que era un re­ciente triunfador.
“Un partido poderoso se levantó, y hoy, no hay un solo hijo de Buenos Aires que quiera radicar en su suelo la Capital de la República. No!”
De la misma manera y en el mismo tono con­testaban Alcobendas, Gallo, López, Lagos, García, Ruiz Moreno, Pellegrini, y por fin, todos señor Presidente, los que allí representábamos a Buenos Aires, porque yo también formaba parte de esa Asamblea, en aquella época.
A la lectura que acabo de hacer de las pala­bras del miembro informante, solo agregaré las del señor Diputado Pellegrini, por la significa­ción que hoy tienen, en vista de la persona de que ellas emanan. Fue un bello discurso aquel, que concluía en la forma siguiente: leo las pa­labras del Dr. Pellegrini, sobre las que llamo la atención de la Cámara; dicen así:
“Y tendría otras razones que agregar, pero no quiero molestar más a la Cámara, aunque podría rebatir con éxito el discurso del señor Diputado, que debió terminar con esto: no es llegado el momento de resolver la cuestión Capital porque aún hay, bajo las cenizas, chispas que pueden incendiar la República. Es necesario esperar a que esas chispas se apaguen; para entonces tratar la cuestión con seriedad que requiere, consultando solamente, los altos intereses de la Nación, y no los de la Provincia”.
El orador se refería al movimiento insurrec­cional que había estallado en Setiembre del año anterior.
Un año después de haber entrado la Repúbli­ca en sus corrientes normales —si puedo expresarme así —habiéndose constituido el Congreso y funcionando en situación perfectamente tranquila, atentas las manifestaciones exteriores; el Dr. Pellegrini encontraba todavía algunas chispas debajo de las cenizas, sospechaba que no podían haber desaparecido completamente todas esas prevenciones y desconfianzas que la lucha inmediata dejara en el espíritu de los argenti­nos, y comprendiendo que una solución como esta, debía ser el resultado que una opinión serena y fácilmente manifestada, nos indicara a todos, acompañaba decididamente a los que en la Comisión habían dictaminado por el aplaza­miento, impulsados por los mismos sentimientos y por las mismas ideas.
Y si aún había entonces chispas debajo de las cenizas ¿qué podríamos decir ahora, señor Presidente, sintiendo nuestro corazón lastima­do por las dolorosas impresiones de aquellos sucesos luctuosos que hace tres meses, no más conmovían a toda la República y especialmente a esta Provincia?
Y si entonces el Congreso Argentino no se creía en condiciones de interpretar fielmente la opinión de los Pueblos, a fin de dar una solución que respondiera a sus legítimas aspiraciones. ¿Cómo se podrá sostener ahora que este Con­greso que ha dictado esta ley funcionando en las circunstancias y del modo como deliberaba y resolvía, y esta Legislatura, elegida en la situación anormal en que se hallaba la Provincia, sometida al estado de sitio y a la intervención, tengan títulos perfectos y limpios para invocar aquella opinión y resolver con acierto la cuestión que tantas vacilaciones ha llevado antes de ahora, al espíritu de nuestros mas notables estadistas?
Seamos consecuentes y previsores, y sobre todo no hagamos evoluciones de partido cuando son los intereses permanentes, las altas conve­niencias de la Patria que deben inspirar a los que pretenden las consideraciones de sus con­ciudadanos con la dirección de los negocios pú­blicos.
Y aquí termina, Sr. Presidente, mi reseña histórica. He ahí señalados a grandes rasgos, los antecedentes de esta cuestión. Todos ellos le son desfavorables, porque si la federalización de Buenos Aires, solo ha venido tres veces de una manera directa a conmover la opinión, que siempre le fue adversa, no hay duda alguna que con ella se ligan íntimamente las dos tendencias cuya lucha he recordado, siendo abatida en todo tiempo la centralizadora y unitaria, que reapa­rece en este momento con la solución que se nos propone.
¡Y es el Partido Autonomista el que hace esta evolución! Ese partido que se formó pre­cisamente para combatirla, ese Partido que seis meses, no más antes de ahora, ratificando por así decido, sus doctrinas y sus creencias con­traía en este mismo recinto, por medio de sus legítimos representantes el más solemne com­promiso.
Recuerden los SS. DD. que en esa fecha, un colega de Asamblea, perteneciente al partido llamada “Conciliado” y a quien nosotros califi­camos de un caviloso impertinente, el Dr. D. Luis Varela, diciéndose conocedor de planes ocultos del círculo que apoyaba la candidatura del Gral. Roca, nos anunciaba el propósito re­servado de nacionalizar a esta Provincia, una vez que aquella candidatura triunfase. Todos, Sr. Presidente, nos levantamos, protestando contra eso que llamábamos un atentado a las institucio­nes y a la autonomía de Buenos Aires, asegu­rando que no habría un solo autonomista, que omitiera esfuerzo a fin de rechazar semejante pensamiento, si existiera, y que no podíamos explicarnos en un círculo que se agrupaba a la sombra de la misma bandera.
No es remoto el incidente, y su recuerdo de­be estar gravado en la mente de los que me escuchan; y no ha de ser por cierto mi frente la que se cubra con los tintes del rubor, por faltar a tan sagrado compromiso. (Aplausos.)
Pero si nada valen esos compromisos, ni el programa que tantas veces hemos exaltado ante la consideración de nuestros compatriotas —si es fácil para algunos separarse de todo esto­ —siquiera se tuviesen presentes las circunstancias porque atraviesa el País y los antecedentes de esta cuestión. Sin embargo, a nada y a nadie se le escucha ni se atiende. Es necesario hacer­lo ahora, se nos dice, y aprovechar esta situación, porque si ella se pierde, esta solución no vendrá más en adelante.
¿Cuál es entonces esa opinión tan decantada? Si es realmente una exigencia de los pueblos, si el voto de esta Provincia les acompaña a los que así nos hablan, ¿para qué arrojar estas sombras sobre una solución tan trascendente? ¿Por qué no se espera una situación tranquila, en la que esa opinión pueda manifestarse sin obstáculo y dominamos a todos con sus poderosas influen­cias?
“Si no se hace ahora, si no se aprovecha la ocasión, la evolución queda perdida.” Cómo entristecen el alma estas manifestaciones, Sr. Presidente. Es un golpe de sorpresa el que se quiere dar entonces —es algo parecido a un gol­pe de Estado, sin razón y sin derecho—. Quieren consumar el hecho de cualquier modo y a todo trance, y una vez consumado, él se aceptará o se hará aceptar también de cualquier modo y a todo trance; y a esto se le llama una habilidad política de los hombres prácticos.
El hecho, señor Presidente, en estas condicio­nes, es la fuerza —el hecho siempre es feo y al fin tiene que producir resultados deleznables— Nada bueno, ni duradero ni saludable se puede hacer sin razón, sin justicia, y sin derecho, por­que solo es propio del derecho permanecer eter­namente bello y puro, según la brillante expresión de un filósofo moderno. El hecho, —dice aquel escritor, que no es otro sino Víctor Hugo, y hablando de uno de los acontecimientos notables de la Francia, o mejor dicho de los hábiles que entorpecieron sus buenos resultados— el hecho, aún el mas necesario en apariencia, aún el mejor aceptado por los contemporáneos, si solo existe como hecho y si no contiene ningún derecho o muy poca cantidad de derecho, está destinado infaliblemente a ser, con el decurso del tiempo, deforme, horrible y aún monstruoso. Si queréis examinar hasta que grado de fealdad puede llegar el hecho, mirado a la distancia de los siglos, ahí lo tenéis a Maquiavelo.
Maquiavelo no es un genio malo, ni un demo­nio, ni un escritor vil y miserable, es simple­mente el hecho. Y no es solamente el hecho ita­liano, es el hecho europeo, el hecho del siglo diez y seis. Parece horrible y lo es efectiva­mente, al frente de la idea moral del siglo diez y nueve. Y esta lucha del hecho contra el derecho, dura desde el origen de las sociedades.
Poner fin a este duelo, amalgamar la idea pu­ra con la realidad humana, hacer que el hecho entre pacíficamente en el derecho y el derecho en el hecho; esto es, que la fuerza solo sea siempre el apoyo de la razón y de la justicia. He ahí la obra de los sabios, de los hombres pre­visores y bien intencionados, que sinceramente se preocupen de las altas conveniencias de la Patria.
Pero una cosa es la obra de los sabios —conti­núa el filósofo— y otra cosa es la obra de los hábiles.
Apenas se produce un acontecimiento extraor­dinario, apenas viene una situación anormal, ahí están los hábiles apresurándose a sacar el resultado de sus combinaciones especiales, que siempre tienen preparadas a cualquier evento.
“Los hábiles, en nuestro siglo se han adjudi­cado ellos mismos el calificativo de hombres de Estado, de suerte que esta palabra ha venido a ser en cierto modo, una palabra de caló. Efectivamente, no hay que olvidar que allí, don­de no hay mas habilidad hay necesariamente pequeñez; —decir los hábiles, vale decir las me­dianías.”
Desaparece la convulsión, recobra la ley su imperio y es necesario pensar en el “Poder” y establecerlo en buenas condiciones. Perfecta­mente. Hasta aquí los sabios están de acuerdo con los hábiles, pero ya comienza a desconfiar un poco de ellos. ¿Que es el Poder? -y ¿cómo debe levantarse de una manera legítima, para que no se hiciera la justicia y no produzca futuras y funestas reacciones? Los hábiles ya no escuchan. Van directamente a su objetivo; quie­ren aprovechar las circunstancias y consumar sus planes de cualquier modo.
Severa es la crítica del filósofo, Sr. Presidente, y entre nosotros, o mejor dicho, en nuestro lenguaje vulgar y pintoresco, podría bien compren­derse en aquellas palabras: —”a río revuelto ganancia de pescadores”.
¿Habrá pescadores en esta tormenta?
Si los hay, sin que se encubra una ofensa en estas palabras, porque no tengo intención de hacerla. Si los hay repito, y son los partidarios de los gobiernos fuertes, como ellos le llaman y en seguida yo les examinaré en sus propósitos y en sus resultados; —son los defensores de la escuela autoritaria en su expresión extrema, y son también, por otra parte, aquellos que hace mucho tiempo, y sin razón y sin justicia, miran de mal ojo, por así decirlo y con la peor volun­tad esta legítima influencia que tiene Buenos Aires en el movimiento político de la Nacían. Han encontrado la ocasión de abatida y quieren pescarla, señor Presidente.
Pero esto no es modo de constituir sólidamen­te el País. Cometen un grave error y sus consecuencias no pueden ser buenas. Obtendrán momentáneamente sus resultados, pero dejan una causa permanente para futuras y muy tristes reacciones.
Tendrán que hacer un gobierno de fuerza y no un gobierno de opinión, y “con la fuerza se conquista pero no se convence, se domina pero no se gobierna”.
Descubro, por fin, señor Presidente, en el examen que de todos estos sucesos estoy haciendo, desde que se inició esta evolución, que ella ha venido a título de pena para aquellos, que de cualquier modo y a todo trance quieren con­sumarla. Hacen responsable al pueblo de Bueno Aires de la política extraviada del Dr. Tejedor. Le juzgan rebelde y egoísta, le consideran enemigo de sus hermanos. Es una gran injusticia. Buenos Aires no tiene, en primer lu­gar ese espíritu conspirador que se le atribuye y nunca el sentimiento estrecho del localismo le impulsó. Siempre ha sido bueno, generoso y cordial con sus hermanos. A la vista tenemos, señor Presidente, ejemplos innumerables de su buena voluntad y desprendimiento. Aquí, en de abundan los elementos para la vida pú­blica, en donde sobran los hombres con condi­ciones y aptitudes para desempeñar todos los puestos y todos los cargos que halagan el espí­ritu y llenan legítimas aspiraciones, ¿no vemos todos los días, que sin preocuparse del lugar en que nacieron, van a todas las administracio­nes públicas los hijos de las otras Provincias? ¿No los llevamos a los Tribunales de Justicia a las Cámaras Nacionales y a las Asambleas de la misma Provincia? ¿No les damos intervención en todo y a todos no les abrimos las puertas y les facilitamos el camino para que lleguen a donde puedan llegar los primeros hijos de la Provincia?
¿Dónde está, pues, ese egoísmo y ese exclusi­vismo?
Hay una gran injusticia, repito, y no se le debe tratar de esta manera, como muy bien lo decía el Dr. Del Valle en la Cámara de Senado­res, con motivo de una cuestión, cuya importancia no se puede comparar con la que esta tiene, pues solo se trataba de la reincorporación de algunos Diputados.
El rebelde ha caído —decía el orador con su brillante elocuencia,— las armas se han depuesto la ley ha recobrado su imperio, la Autoridad Nacional ha sido desagraviada y acatada. La provincia no es culpable; ese pueblo no ha sido hostil a la Nación. Seamos, pues, justos y aun generosos, obremos sin pasión y no le tratemos como a una Provincia conquistada, como a un país enemigo, como los prusianos trataron a la Francia.
Efectivamente el pueblo de Buenos Aires no es culpable de nada de lo que ha sucedido, pues ni siquiera es responsable de la gobernación del Dr. Tejedor, a la que se atribuyen estos últimos trastornos.
¿Acaso no sabemos como se produjo ese acon­tecimiento?
Recuérdese bien, que fueron los Poderes Ofi­ciales de la Nación mareando al que gobernaba entonces la Provincia, los que iniciaron y apo­yaron aquella evolución, por la cual subió este señor a ese puesto. Impulsaron, llamaron y atra­jeron a dos fracciones de los partidos en que se agitaba la política del país, y haciéndoles aque­lla célebre política de conciliación en la frase, pero de hostilidad en el fondo, los lanzaron en busca de un candidato. Ellos lo encontraron, y con el propósito de hacerse mal mutuamente, llegaron a elegir uno que se lo arrojaban como una brasa de fuego. ¿Quién se quemaría el primero? (Risas en la barra.)
Esta evolución impropia produjo sus resul­tados naturales. Hecho gobernador aquel señor, que bien comprendía el propósito de sus flamantes partidarios y respecto a cuyo cariño no se hacía ni podía hacerse muchas ilusiones, se puso a pescar también. (Risas en la barra.)
Y fue el primero el círculo autonomista que empezó a halagarle con ciertas promesas, des­pertando en su espíritu la ambición de la Presi­dencia. Probablemente el Dr. Tejedor no encontró mucha solidez en aquellas promesas y se dirigió al otro círculo, que tampoco las escasea­ba. Y de impropiedad a impropiedad, se llegó a producir una verdadera perturbación en el se­no de los mismos partidos, dañando la alta polí­tica que debiera servirles de norma. Al fin se cosecharon los frutos, y fueron los intereses ge­nerales del país que sufrieron las tristes conse­cuencias de aquellas irregularidades.
Voy a terminar Sr. Presidente, sobre esta faz de la cuestión; esto es, la inoportunidad en que se ha traído al debate, y los procedimientos ina­ceptables con que se pretende su resolución. Y al concluir, quiero recordar otra vez a la Asamblea, las condiciones especiales en que se encuentra para abstenerse de una solución tan trascendental como la que se propone; y lo que digo de esta Legislatura lo digo también de la que acaba de desaparecer. Ni aquella, elegida en situación semejante, bajo la presión que el pueblo sufría por la mano del doctor Tejedor, ni la presente que ha surgido en las circunstancias extraordinarias que acabo de indicar, —podrían decir que conocen y fielmente interpretan la opinión del pueblo para resolver este problema histórico. Y si en aquella hubiere aparecido la cuestión, como hubo de aparecer, del mismo modo que aquí lo hago, allí hubiera levantado también mi voz para sostener estas ideas y com­batir enérgicamente esa solución.
Sr. Beracochea. - Podríamos pasar a cuarto intermedio.
-Así se hace y después de algunos instantes continúa la sesión.
Sr. Presidente. - Tenía la palabra el señor Diputado Alem.
Sr. Alem. - Voy a examinar la segunda de las hipótesis principales que pienso traer al debate, y a establecer desde luego que esta Legislatura como cualquier otra, está constitucionalmente inhabilitada para pronunciarse en esta cuestión atento las prescripciones de la carta orgánica que en seguida apuntaré.
Debo abrir esta faz del debate, estudiando la cláusula de la Constitución Nacional que a él se refiere y que dice lo siguiente: “Las autorida­des que ejercen el Gobierno Federal residen en la Ciudad que se declare Capital de la Repú­blica, previa cesión hecha por una o mas Legislaturas provinciales, del territorio que haya de federalizarse”
Y bien ¿cuál es el alcance y significación de esta cláusula?
En primer lugar sostengo que no es ni puede ser imperativa. —Facultado el Congreso como era natural para fijar la Capital de la República y pudiendo suceder que eligiese territorio de los Estados, careciendo de territorios naciona­les o no encontrándolos convenientes,— los Es­tados o las Provincias se reservaron el derecho de acceder o denegar a la requisición del Con­greso, y no se comprende fácilmente la reserva de un derecho sin poder determinar el medio y la forma de ejercitarlo.
Se consideró, o mejor dicho, se reconoció que esta era materia constituyente de las Provincias una de las prerrogativas de su soberanía no dele­gada, pudiendo por consiguiente, en sus límites, establecer el modo de ejercitarla.
¿Y quién podrá desconocer, ni poner en du­da, que en todo aquello que las Provincias, como personalidades políticas, no han entregado a la colectividad general, esto es a la Nación, tienen facultad perfecta para estatuir y orga­nizar según lo crean conveniente, puesto que es de su institución propia, garantida por la misma Constitución Nacional?
Acaso conviene, Señor Presidente, hacer un breve, examen comparativo, respecto al origen de nuestra ley orgánica nacional y a la forma de nuestra organización política, con la de los Estados Unidos del Norte, que nos ha servido siempre de ejemplo.
Es en este punto precisamente en que se nota una de las pocas diferencias que existen entre ambas organizaciones, y que nos obliga a inter­pretaciones y conclusiones distintas también.
Los Norteamericanos, alarmados por la pri­mera organización deficiente, y temerosos de la exageración, por así decirlo, del sentimiento autonómico que manifestaban algunos de los Estados, se propusieron e hicieron una verda­dera ficción al establecer definitivamente la Nacionalidad.
Los Estados desaparecieron en ese momento como personalidades políticas, y era solamente el Pueblo americano que establecía diversas administraciones,—una para los negocios gene­rales de la República y otra para los asuntos internos y particulares de las colectividades que la formaban y que recuperaban entonces su personalidad política.—Querían que la Nación fuese simultánea con los Estados; no quisie­ron establecer preexistencias de ningún género.— No hay mas que leer con un poco de aten­ción a sus principales publicistas como Stori, Curtis, Tiffany y otros, para convencerse de la exactitud de esta exposición.
Entre nosotros las cosas han pasado de distinto modo.— La preexistencia de las Provincias está reconocida y fue aceptada desde el primer momento de nuestra organización definitiva.
Por todos los acontecimientos que se habían producido, las Colectividades que hoy forman la República Argentina, eran perfectamente auto­nómicas. Y fueron ellas que mandaron sus repre­sentantes al Congreso Constituyente, a fin de establecer los vínculos definitivos de la Unión, que hacía mucho tiempo deseaban y necesitaban para constituir especialmente una nacionalidad fuerte y respetable en el exterior, no obstante las funciones que también le atribuyan o se le enco­mendaban en la vida interna, respondiendo a los intereses generales. Era el pueblo argentino que se reunía, puesto que allí estaban todos los pue­blos de los Estados que iban a labrar la vinculación de la que debía ser y llamarse República Argentina; pero no hay que olvidar que los representantes iban por elección y voluntad de las Provincias y en virtud de pactos preexistentes; manifestación que desde el preámbulo de la carta orgánica, nos enseña el reconocimiento que se hizo de la previa existencia de los Esta­dos, respecto de la República que vinieron a componer.
Así, pues, entre nosotros la Nación ha sido el resultado, combinación de las fuerzas morales y materiales de las Colectividades, para objetos y fines determinados, de modo que sus poderes son poderes de excepción —con mas ri­gor todavía que en los Estados Unidos del Norte.
Y tan cierta es la doctrina que sostengo y la diferencia que señalo, que ella viene marcán­dose con mayor claridad, a medida que obser­vamos las cláusulas relativas de ambos estatutos políticos.
Después de lo que ya he notado en el preámbulo de que arrancan los dos la base fundamen­tal, porque el preámbulo —para algunos insig­nificante.— es sin embargo la fórmula en que se envuelve el propósito y el pensamiento ge­neral de un estatuto como aquellos; además del que ya he notado decía, tenemos la cláusula que con mas intimidad se relaciona a esa fórmula, cabeza y principio de la obra, y es aquella que refiere a la soberanía interior de los Estados.
La carta americana siguiendo el pensamiento general que estableció, dice que esos Estados po­drán ejercitar todas las facultades que no le han sido negadas por la Constitución, y la clausula argentina, como podrán verla los SS. DD., establece que las Provincias se reservan toda la soberanía que no han delegado por medio de la Constitución. Se reservan lo que ellas no han delegado, o expresamente, por algún motivo especial, han querido establecer en pactos anteriores, que de este modo quedan incorporados a la “carta”. Siempre, pues, se viene recociendo la preexistencia de las Provincias, y esta circunstancia tienen que surgir conclusiones diferentes.
Una de las reservas expresamente establecidas es precisamente aquella que se refiere a la cesión o desmembración de su territorio, que como he dicho antes, es una de las prerrogativas de su soberanía interior. Y no siendo el articulo en cuestión imperativo como no podía serlo, atentos estos antecedentes, creo muy di­fícil que se aduzca alguna razón atendible a fin de impedir al Pueblo de las Provincias, que el determine la forma y el modo en que debe ejercer aquel atributo de su soberanía.
Sus instituciones internas, repito, están garantidas por el mismo pacto general de la Unión; es decir, por la carta orgánica, y esta garantía seria hasta cierto punto ilusoria, si las Provincias no pudiesen desarrollarlas y hacerlas funcionar del modo como ellas lo creyesen más conveniente. Y si al formular la “carta” se mencionó a la Legislatura en el referido artículo, fue precisamente porque se consideraba y era la rama mas popular del Poder y que con ma­yor razón representaba la opinión y la sobera­nía social; y fue también entonces, obedeciendo a otro motivo poderoso y que confirma mi doc­trina, porque las Legislaturas eran en esa época “cuerpos” con facultades omnímodas; —eran le­gisladores electores y constituyentes, de tal ma­nera que tenían en sí delegada toda la soberanía popular, por la misma carta orgánica de las Provincias.
La Constitución de Buenos Aires se encontra­ba en las mismas condiciones; por ella la Le­gislatura tenia la facultad de corregirla, alterar­la y reformarla totalmente si lo juzgaba bien proceder así; —y no hay que olvidar tampoco, señor Presidente, que fue precisamente Buenos Aires quien introdujo el artículo 3º de la Constitución Nacional con las reformas a que fue autorizado por el pacto de Noviembre.
Ahora bien; el Pueblo de esta Provincia ade­lantó mucho, después, en materia de gobierno propio. Se creyó en condiciones y con aptitu­des para pronunciarse directamente y resolver sobre los asuntos que mas afectaban su alta vida política, —su orden institucional.—Su an­tigua Constitución fue reformada por la notable convención de 1873, y entonces quitó a la Le­gislatura aquellas grandes facultades que antes tenia, dejándola únicamente con las necesarias para la legislación ordinaria; —y estableciendo expresamente que en todo lo que se refería a su orden institucional, debiera ser consultado del modo y en la forma que allí mismo se determi­naba. La Constitución solo podría ser corregida, modificada y reformada previo su consentimien­to expreso, dado por medio de un plebiscito cuando se tratase de una sola cláusula, y por medio de una Convención cuando la reforma fuese de mayor importancia. —Creo inútil recor­dar y mas inútil leer a los Sres. Diputados los artículos referentes a esta cuestión, puesto que tienen la carta a la vista.
Con la cesión de la ciudad para convertirla en territorio nacional, se modifican y aún se borran varios artículos de esa Constitución. —Es­ta ciudad es la capital de la Provincia, declarada en esa carta; esta ciudad tiene por ella ase­gurado su gobierno propio, un régimen munici­pal perfectamente establecido; —y examinando con mas detención aquel estatuto, resulta que por esta solución proyectada por la Comisión de Negocios Constitucionales, —se modifica y se perjudica también el sistema judiciario y el que se refiere a la instrucción superior.
¿Qué haremos de todas esas cláusulas, que se alteran unas y se borran otras completamente?
Y recién recuerdo, señor, y pido perdón a la Cámara por este desaliño en mi exposición,—­que ya en aquellos tiempos, cuando la Legisla­tura tenia esas facultades supremas, algunos hombres públicos en este mismo recinto en 1860, les negaban el derecho de dar una resolución como la que se propone, diciendo con mucha razón, que no era lo mismo modificar o reformar el estatuto, que hacer desaparecer la personalidad del Estado, entregándolo para territorio nacional, pues no era posible que fue­se la intención y la mente del pueblo al cons­tituirse.
Y si entonces surgía ya esta doctrina, sosteni­da con mucho brillo, por cierto — ¿como podre­mos defender ahora que una Legislatura consti­tuida solamente para la legislación ordinaria y a la que expresamente se le quitan aquellas fa­cultades, pueda borrar la autonomía de Buenos Aires, puesto que si tiene derecho para entregar la ciudad, lo tiene igualmente para ceder toda la Provincia?
Que toda la Constitución, o mejor dicho la organización que se ha dado Buenos Aires recibirá un rudo golpe con ese proyecto, no hay que dudarlo. -y contéstese con franqueza, ¿si esta Constitución tan adelantada, se hubiese dictado, prescindiendo de la Ciudad, la capi­tal histórica de Buenos Aires y no de la República, como se dice? —Claro es que no, señor Presidente, porque lo que impulsó a los convencionales fue precisamente la situa­ción y las condiciones en que se había levan­tado y se hallaba este gran centro, corazón y cerebro de la Provincia, como muy bien se ha dicho, emporio de riqueza material, inte­lectual y moral, que lanzaba sus rayos bené­ficos por todos los ámbitos del Estado.
Y tan rudo será el golpe que la Provincia restante no tendrá ni los recursos necesarios para establecer y desarrollar convenientemente la mayor parte de las bellas instituciones que esa carta ha creado. —Apenas si su renta al­canzará a treinta y tantos millones —según el cálculo general de los recursos y en el servicio de la deuda interna que sube a veinte millones, y en el gasto de la policía, de acuerdo con el mis­mo proyecto que acaba de presentar el Poder Ejecutivo para la campaña y es de doce millones, si mal no recuerdo; tenemos insumida ya toda su renta, — ¿Y como haremos en lo demás? — ¿Agobiaremos al Pueblo con impuestos? —y aunque los alzáramos, señor Presidente, no seria posible obtener el resultado necesario para dar a la Provincia todo el desenvolvimiento que señala su constitución.
Yo he oído aducir como argumento decisivo que el artículo 3º de la Constitución de la Provincia, da solución a esta cuestiono. —Esto es, que por ese artículo queda perfectamente fa­cultada la Legislatura para ceder la Ciudad de Buenos Aires, y se atienen los señores Diputados, que esta proposición sostienen, —porque se lo he oído decir muchas veces al señor miembro informante de la Cámara de Senado­res, —a la letra de ese artículo que dice lo siguiente:
“Los límites territoriales de la Provincia son los que por derecho le corresponden con arre­glo a lo que la Constitución Nacional esta­blece, sin perjuicio de las cesiones o tratados interprovinciales que puedan hacerse, autori­zados por la Legislatura”.
He aquí el gran caballo de batalla para sos­tener la habilidad Constitucional en que se encuentra la Legislatura. ¡Pero este es un graví­simo error, Sr. Presidente! y este error se ha producido por esta causa (y permítaseme usar de la palabra porque a nadie ofendo) por desidia, por no haberse tomado el trabajo de ir a buscar la doctrina de la ley, por no haberse tomado el trabajo de revisar los debates de la Convención.
Hay aquí muchos Sres. legistas, y personas que aun cuando no sean legistas, conocen los principios generales del derecho, y deben reco­nocer que, para interpretar y aplicar fielmente una ley, es necesario, antes que todo, buscar su origen, las causas determinantes, los motivos y los propósitos que tuvieron los autores.
Veamos un momento cuales tuvieron los Con­vencionales al consignar este artículo 3º de la Constitución de la Provincia.
Esta fue precisamente una de las cuestiones mas debatidas, en la Convención del 73. Se nombraron dos Comisiones especiales para que dictaminasen, en las cuales figuraban personas muy ilustradas y distinguidas, como los señores: Mitre, Vicente F. López, y Luis Saenz Peña ¿y saben los señores Diputados por que vino ese de­bate esa solución? Fue por las cuestiones de lí­mites, con las Provincias fronterizas, y como una transacción entre los que querían fijar en la carta, los que correspondían a Buenos Aires y los otros que se oponían, dejando grandes facultades al Congreso sobre este punto.
Las opiniones divididas arribaron a ponerse de acuerdo en ese artículo, estableciendo que los límites de la Provincia eran los que por derecho le correspondían, —y respondiendo su segundo período a las otras cuestiones que acabo de in­dicar.
Entiendo que a la sazón Buenos Aires estaba en controversia con una o dos de las provincias vecinas.
Allí solo se tenia en cuenta y solo se hablaba de esos territorios desiertos y sobre los cuales podría surgir las dudas o los pleitos, pero de nin­guna manera los centros poblados, incorporados por así decirlo al Cuerpo autonómico, a la Provincia reconocida.
Para esas cesiones y concesiones recíprocas fue autorizada la Legislatura; para esos trata­dos fue autorizado el mismo Poder Ejecutivo.
Con la interpretación que quieren dar los se­ñores DD al artículo que examino, tendríamos que juzgar de la manera más desfavorable a los distinguidos convencionales del 73.
Ellos, que reconociendo las aptitudes en que ya se encontraba el pueblo que los eligió y si­guiendo fielmente su voto y sus aspiraciones, le dejaron a su ejercicio directo aquellas funciones de su soberanía, para pronunciarse sobre todo lo que afectaba o podía afectar su vida institucional, —habrían incurrido en esta tan deleznable e imperdonable contradicción?
Cuando habían escrito un capítulo especial sobre esta materia, no es posible consentir en que ellos mismos consignaran un precepto des­truyéndolo todo, y en virtud del cual se pudie­ra ceder la ciudad o toda la Provincia, haciendo desaparecer su personalidad política. Esto es algo mas que reformar la “carta”.
Los Sres. DD han debido tomarse un poco mas de trabajo, estudiar con mas reposo este asunto e ir a buscar la mente del artículo en los debates de la Convención, antes de presentamos argumentos de esa naturaleza.
Ahora, Sr. Presidente, paso a otro punto sobre el cual quiero llamar la atención de la H. Cá­mara, y es el relativo a la facultad que el mismo Congreso haya podido tener para dictar esta ley.
Tenemos en el artículo que se refiere a las atribuciones del Congreso Nacional un inciso que dice terminantemente: “Corresponde al Con­greso la legislación exclusiva sobre todo el terri­torio de la Capital” —que se declare.
Y bien: por el artículo 103, que ha incorpora­do a la carta orgánica los pactos con que Buenos Aires fue a la Unión, esta Provincia tiene legislación propia y exclusiva sobre todos sus estable­cimientos públicos radicados especialmente en la ciudad y por consiguiente la cláusula que autoriza al Congreso para ejercer legislación exclusiva sobre la capital, queda completamente desnaturalizada por ese proyecto; y como por ese proyecto no se hace otra cosa sino repetir otro artículo de la constitución, se deduce lógica y claramente que cuando se hizo la reforma en el año 60, ya se tuvo el firme y decidido pro­pósito de que la Ciudad de Buenos Aires no fuese jamás la capital de la República .
De manera pues que esos dos artículos del Estatuto están en pugna completamente con la solución que a esta cuestión se le quiere dar, y con ella se viene a echar por tierra una serie de prescripciones constitucionales.
Si no hay duda de que por la nueva Constitución de la Provincia, el Pueblo se ha reservado la facultad de pronunciarse sobre todo lo que a la reforma se refiere; si no hay duda de que el ar­tículo 3º de la Constitución Nacional no es impe­rativo, sino que solo establece la facultad que las Provincias se reservaron para que ellas la ejer­citen del modo como en su carta orgánica lo de­terminen; —si el artículo 3º de la Constitución provincial tampoco viene a destruir, como no podía razonablemente suceder, lo estatuido en la misma respecto a su reforma, como se preten­de por la interpretación lata que se le quiere dar, pues la doctrina y los antecedentes de la Con­vención del 73 hacen insostenible y aun absurda esa interpretación ¿cuál es entonces el funda­mento legal, la doctrina en que han apoyado sus ideas los señores miembros de la Comisión para presentarnos ese dictamen? Y en cuanto a mi última observación, respecto a las faculta­des del Congreso para legislar exclusivamente sobre el territorio de la capital, —peor seria con­testarme que así sucederá, porque entonces ha­bría que celebrar las exequias al Banco de la Provincia, si esta no conserva su legislación exclusiva sobre todo lo que se refiere a ese Establecimiento, cuyos privilegios, que tanta impor­tancia le han dado, desaparecían al momento. Tendrá que salir inmediatamente de la ciudad o será nacionalizado.
Pero en todo, señor Presidente, se ha procedido de una manera irregular en este asunto, y es por eso que se han comprometido gravemente muchos preceptos constitucionales, como el que recuerdo ahora y voy a leer a la Cámara.
Dice el artículo 35: “Los Poderes Públicos no podrán delegar las facultades que le han sido conferido por esta Constitución (la de la Pro­vincia) ni atribuir al P. E. otras que las que le están es presa mente acordadas”.
¿Qué significa entonces este proyecto que au­toriza al P. E., para hacer los arreglos con el Poder Central, sobre las condiciones en que de­be entregarse la Ciudad? Yo no sé, señor Pre­sidente.
Si la Legislatura se cree autorizada, seria también la Legislatura la única que debiera de­terminar el modo y las condiciones en que se hace la cesión, y de ninguna manera el P. E., porque así lo estableció la Constitución Nacio­nal en su artículo 3º, creyendo que la Legisla­tura podía hacerlo entonces, en razón de que era constituyente. De manera, que aun colocándo­me en esa hipótesis, siempre seria una facultad exclusiva de la Legislatura, quien debería esta­blecer el modo y las condiciones, de la cesión, por que fijar las condiciones en un acto de esta naturaleza, es de grande importancia y trascen­dencia; —de esas condiciones puede depender el acto mismo y de ellas dependerá también la vida comunal que le quede a la Ciudad.
Sin embargo, esta Legislatura, que se cree habilitada para pronunciarse, delega en el P. E. lo que no puede delegar, por esa misma Constitución a que se atiene e invoca.
Yo no quiero, Sr. Presidente, fatigar mucho a la Asamblea, porque comprendo que es muy incómodo oír a un mismo orador durante 2. 3 o 4 horas, y por consiguiente, voy eliminando muchos tópicos que pudiera traer al debate, pe­ro no puedo prescindir de los que para mí tienen una importancia capital. Así es que voy a sepa­rarme ya de la parte constitucional, creyendo que las consideraciones que he presentado no han de ser satisfactoriamente levantadas.
Voy a entrar ahora a una de las partes mas escabrosas, mas difíciles y mas sensibles de esta cuestiono
La Provincia de Buenos Aires, con la sanción de este proyecto quedará en pobrísimas condi­ciones políticas y económicas. Si estos perjuicios no refluyesen también en mal de la Nación, sino q' por el contrario, le reportaran beneficios que tanto se pregonan, entonces debiéramos aho­gar todos los porteños estos sentimientos del hogar, en presencia del interés general del País; pero estoy perfectamente convencido de que los perjuicios que sufrirá la Provincia de Bue­nos Aires, no los necesita la Nación para con­solidarse y conjurar peligros imaginarios, sino que, por el contrario, talvez ellos comprometan su porvenir, puesto que de esta manera se va a dar el mas rudo golpe, como va lo indi­qué y lo demostraré mas tarde, a las institu­ciones democráticas y al sistemas federativo en que ellas se desenvuelven bien; —porque de esta manera, Sr. Presidente, arrojamos alguna ne­gra nube sobre el horizonte, y acaso si hasta esta hora hemos salvado de aquellos gobiernos fuertes que se quieren establecer por algunos, es muy posible que una vez dada esta solución al histórico problema político, que en tan mala situación y en tan malas condiciones se ha traído al debate, tengamos un gobierno tan fuerte que al fin concluya por absorber toda la fuerza de los Pueblos y de los ciudadanos de la República. (Aplausos.)
Examinemos como queda la Provincia de Buenos Aires una vez que se desprenda de esta ciudad, para ver cuál será la importancia de su personalidad política.
En el orden político, a nadie se le oculta que la verdadera influencia de la Provincia ha esta­do siempre en este gran centro, en este em­porio de riqueza material y de importancia moral e intelectual.
Por eso y con razón, se ha dicho siempre que era su corazón y su cerebro influyendo de una manera notable sobre la campaña. —De aquí parte el movimiento político y electoral en las cuestiones de orden y de interés general; aquí vienen a residir los principales hombres de la campaña y a desenvolver sus legítimas aspiraciones; —es aquí donde está la mayor suma de ilustración—, donde la opinión es mas poderosa y de mas prestigio y fuerza moral, y es aquí por fin donde se trata, se discuten dilucidan las mas importantes cuestiones y lo mas graves problemas políticos y económico: siendo el centro a donde convergen todas las fuerzas y todas las ambiciones legítimas. —Pero si esta influencia que ejerce la ciudad sobre la campaña; llevando, por así decirlo, su pensamiento y su aspiración, — puede ser hoy admitida y saludable, no será lo mismo, señor, Presidente, cuando esta deje de formar parte de la Provincia y se convierta en territorio nacional, bajo el gobierno directo y la acción inmediata del Poder Central de la Nación.
Hoy se ejerce esa influencia en la misma familia, y ese prestigio que se hace sentir en todas partes y en el movimiento político y general de la Republica, refluye en este caso, en bien de toda la Provincia y asegura y garantiza mejor la autonomía general y los derechos de misma Campaña, que entregada a ella sola tendrá entonces todo este poder que la haga respetar en cualquier emergencia.
La influencia que la Ciudad ejerce sobre la Campaña no desaparecerá, al menos, por muy largo tiempo; pero en adelante ella será nociva en las corrientes de nuestra vida política porque vendrá del Poder Central, será la influencia nacional que necesaria y fatalmente perjudicará la autonomía de la Provincia que queda y se forma con el resto del territorio.
Tendremos una Provincia simplemente pas­toril, pues se sabe que la única industria que la campaña alimenta y tendrá durante mucho tiempo por sus condiciones; una industria, Sr. Presidente, cuyo desarrollo y conservación de­pende muchas veces de la dirección que tomen algunas nubes o del modo como se presenten las estaciones. —Con otras dos o tres epidemias co­mo la que se acaba de sufrir, seguramente que la riqueza ganadera habrá recibido tan rudo y sensible golpe que su importancia habrá desa­parecido entre nosotros.
Las tierras; los campos, queda un gran terri­torio, —se repite a cada momento.
Los campos valen cuando se ocupan y hay quien los ocupe, los utilice y los cultive. —Debi­lítese la industria que hay —única que habrá durante mucho tiempo— y ya veremos lo que valen esos campos.
Nadie puede dudarlo, porque se presenta a la vista de todos, que el gran movimiento indus­trial y comercial está y se siente y se desarrolla en este centro, que lo mantendrá todavía durante una larga serie de años. —Ese movimiento es insignificante en la campaña, y no podrá tampoco progresar, precisamente por el motivo que en su favor invocaba la Comisión del Senado, por la inmediata vecindad de esta Capital. -Es una verdad de observación, señor Presidente, que las grandes capitales todo lo atraen, lo llaman y lo absorben y lo influencian. -La vida de la campaña será dominada en muchísimo tiempo, por esa influencia avasalladora, —porque se cree, señor Presidente, y con razón, que en estas capitales se vive mejor, se encuentra lo mejor y aun se progresa en mejores condiciones. — Y aquí debo observarle de paso al señor Ministro de Gobierno, que son muy alegres los cálculos que en la sesión anterior nos hacía del tiempo el Sr. Ministro. —En un breve andar la Provin­cia de Buenos Aires tendrá otra capital superior a la ciudad de que ahora se desprende.
Error muy grave, Señor Presidente. —Centros como este, no se improvisan ni se levantan por encantamiento. —Ni en un siglo señor Presidente, se realizaría la esperanza del señor Ministro.
Esta ciudad que se ha colocado en altura que hoy tiene, al calor y al impulso por la acción y el trabajo de centenares de años, no ha de encontrar fácilmente otra rival que con tan poco esfuerzo y con tanta rapidez se le coloque al frente. Y ella misma ha de ser uno de los principales obstáculos que necesaria y fatalmente tendrá la nueva y proyectada Capital. —Todavía hay aquí mucha fuerza, mucho campo, muchos elementos y mucho calor para el progreso; y el progreso atrae, o mejor dicho, produce el pro­greso.
La exuberancia de vida y de elementos a que se refería el señor Ministro, y en que fun­daba sus esperanzas y sus cálculos, es una base deleznable para la argumentación. ¿Cuándo se sentirá en esta ciudad, que va en el camino de Paris y de Londres? —No es fácil presumirlo. —y los elementos exuberantes, ¿se irán todos a la Provincia de Buenos Aires o se distribuirán en todas partes, que es lo natural y acaso lo conveniente?
Y no sucederá otra cosa, señor Presidente. — ¿No se extenderán entonces los límites de esta Capital y se arrancará otra porción a la Pro­vincia, invocando esa necesidad?
Y en este orden de ideas en que me he colo­cado en este período de mi exposición, tomo las mismas razones aducidas por los sostenedores del proyecto, y apoyo con ellas mis observa­ciones. —Si la Capital de la República se va al Rosario o a Zárate, o al Paraná, nos dicen, nin­guna persona de mediana posición, ningún hom­bre distinguido se ha de trasladar allí, y la Auto­ridad Nacional, solo tendrá los segundones en su torno. —Pues apliquemos el argumento a la Provincia. —Establezcamos su Capital a una larga distancia de esta ciudad federalizada y para librarla de su influencia, y yo digo entonces lo mismo, que ningún hombre, ni joven ni ma­duro, que tenga algún valer, algún mérito pro­pio, y con sus interesas radicados aquí y con sus afecciones nacidas desde el hogar, —se a ha de trasladar a la nueva Ciudad, que no tendrá, por consiguiente, los elementos necesarios para levantarse del modo como sueña el señor Minis­tro. —y si la establecemos inmediata a esta Ca­pital vivirá dentro de ella, será una especie de sucursal, si me es permitido esta frase. Pero siempre ha de “ser nos dicen los sostenedores del proyecto, —siempre ha de ser la influencia de este Pueblo, la influencia porteña la predomi­nante en la Capital, y por consiguiente, en toda la vida política de la Nación”:
Aquí hay dos graves errores, de distinto género.
En primer lugar, para alcanzar y comprender bien los efectos que debe producir una ley, y la aplicación que ella tendrá, es inevitable inqui­rir cuidadosamente los móviles y propósitos que trae su sanciono
¿Por qué ha venido ahora y de tan violento modo esta solución?
A nadie se le oculta que se ha tomado como razón principal, el último drama luctuoso que una política extraviada promovió. —Se han ma­nifestado algunos espíritus muy alarmados, y en todos los tonos se lamentan de la influencia perniciosa de esta Provincia: que pesa demasia­do en la balanza, y pone en peligro la Naciona­lidad. Yo rechazo absolutamente todos esos juicios; pero necesito traerlos al debate, para mis conclusiones.
Si pues esta influencia es nociva y perjudi­cial, y si para abatirla se quiere realizar esta evolución, haciendo territorio nacional a esta Ciu­dad, que se considera el centro más poderoso de la Provincia; ¿de que manera podemos es­perar entonces los efectos que se nos prometen? Esto seria inexplicable y es desde luego in­comprensible, que, a una influencia juzgada de aquel modo se la mantenga, y se la respete, y aun se la levante mas, perjudicando completa­mente los propósitos y las razones de la ley cuya sanción precipitan.
Se quiere dorar la droga, como dije al princi­pio de mi exposición. —La influencia morirá completamente en todas partes. —En la Ciudad fede­ralizada, por que aquí es donde se levanta con mas fuerza el espíritu conspirador, según los au­tores de la evolución, y es necesario avasallarlo de todos modos; y en el resto de la Provincia, puesto que se le quita su Centro principal, para entregarlo a la acción inmediata del Poder cen­tral, reconociendo ellos mismos la debilidad del Cuerpo político que queda después de sufrir esta importantísima desmembración. – La autonomía de la Provincia vivirá continuamente ame­nazada y perjudicada, para evitar precisamente que un desarrollo rápido en sus fuerzas morales políticas vuelva a traer los mismos inconvenien­te, que ellos ven en la influencia porteña, altane­ra y pretenciosa y egoísta, a su modo de en­tender y de sentir.
Y aquí me he separado un poco del orden en que pensaba exponer mis consideraciones; pues he adelantado uno de los tópicos que se refiere a la condición en que quedará la pobla­ción de la Ciudad federalizada, —Seguiré un momento mas dirigiendo mi vista a la campaña, esto es, la Provincia de Buenos Aires, después de sancionada esta ley.
Su renta ya la he señalado en globo: talvez sea un poco mas; pero el aumento no será sen­sible, sin duda alguna. —y esa renta absorbida en dos o tres servicios, no mas, no podrá dar lugar al establecimiento y al desarrollo de todas las otras instituciones necesarias, y aún ordena­das por la Constitución. -Habrá necesariamente que aumentarla, de cualquier modo o suprimir o alterar profundamente todas o algunas de aquellas instituciones.
Cómo se aumentará en una Provincia pasto­ril? -No habrá otro recurso, Sr. Presidente, que la contribución territorial y el impuesto al se­moviente, al ganado en pié, del que hasta ahora íbamos librándolo porque es la única industria que la campaña tiene.
Si, Sr. Presidente; no hay otro medio de hacer los recursos: -o se acude al empréstito o al impuesto. ¿Pensarán contraer algunos más? -No será muy feliz la idea, por cierto; y por otra parte, ¿habrá quien lo conceda, y se crea bien garantido por la Provincia, en las condiciones en que quedará, después de desprenderse de su más poderoso centro?
Veinte millones —he dicho— que solo importa el servicio de la deuda interna, y es necesario pensar y recordar que la mayor parte de los dineros que han causado esa deuda, han sido invertidos en la ciudad que se entrega. Le queda la propiedad de los establecimientos —se dice, pero no se comprende o no se quiere comprender' que la Provincia para levantar y desarrollar sus “instituciones” tendrá que construir en su nueva Capital otros tantos edificios; sino quiere vivir adentro de esta. -¿Les parece bien que mande aquí a su juventud educanda, a sus enfermos, a sus procesados, a sus tribunales, etc? A mi me parece muy mal, y creo que pensará lo mismo todo aquel que desee conservarla autónoma y libre de toda influencia extraña.
Estudiemos, ahora, siquiera sea someramente, la condición en que quedará la Ciudad. En cuanto a su influencia pregonada, ya he apuntado las consideraciones principales para destruir ese argumento.
Este es talvez el único centro Sr. Presidente, que se halla en aptitud de hacer la vida libre y el gobierno propio. —Acostumbrado está a sola dirección y en breve tendría un gobierno comunal, garantido por la Constitución, —perfectamente establecido y desenvuelto. —Todo pierde ahora; puesto que pierde la facultad gobernarse y dirigirse por si mismo, —eligiendo los mandatarios que fueren de su agrado y respondiesen a sus sentimientos y aspiraciones —Tendrá un gobierno protector, mientras que las otras colectividades serán siempre libres organizarse según su posición y su voluntad.
Y no se pretenda argumentar, con la porque participación que tomará en las elecciones generales para la Presidencia de la República y la composición del Congreso, porque su representación en este caso es tan insignificante respecto resto de la República, que no puede tener mínima influencia. Todas las otras colectividades participan también en estos actos; pero su vida interna queda libre y bajo su dirección; sus ne­gocios domésticos, por así decirlo, —son mane­jados por ellas mismas. Solamente para los ne­gocios generales de la República confían su voto Poder Central. –y ha de ser grave y sensible en breve andar del tiempo, no mas, -para esta Sociedad que ya ha gustado de las ventajas y de los saludables efectos del Gobierno propio, —verse dirigida en su vida íntima por hombres que ella no elige, y que no cono­cerán generalmente sus sentimientos, sus hábitos, sus aspiraciones y tendencias.
Y estoy cierto, Sr. Presidente —y sin que esto porte una ofensa para nadie— que si esta Sociedad no hubiese tenido su propia dirección hasta ahora —no se hubiera desenvuelto en las condiciones en que lo ha hecho; no hubiese levantado todas esas bellas instituciones que hacen su honor y gloria; no tendría ni el sistema de educación e instrucción, que hoy tiene—; ni sistema judiciario, ni su régimen municipal … que siendo prescripciones constitucionales­, habrían de ponerse en práctica, las que aún se hubiesen realizado. —y digo que a nadie debe ofender esta manifestación de mis ideas respecto, porque los hombres tienen los hábitos, los sentimientos, las preocupaciones y la tendencias a las Sociedades en que han nacido y desarrollado su existencia; —y muchas de las instituciones de Buenos Aires, no solamente son desconocidas, sino que son también mal consideradas por los otros Pueblos, en los que el progreso y el espíritu moderno no han ejercido todavía su influencia saludable.
Se nos quiere halagar con las promesas de su engrandecimiento material, y esto también se pregona en todos los tonos. No quiero negar el hecho, Sr. Presidente; pero debo contestarles a esos señores que yo prefiero, porque lo creo mas digno de una Sociedad como de un individuo, que prefiero —decía— vivir con menos lujo y menos pompa, siempre que me dirija yo mismo y tenga libertad para gobernarme y elegir los que deban administrar mis legítimos intereses. Sí; prefiero una vida modesta autónoma, a una vida esplendorosa, pero sometida a tutelage.
No es tampoco el progreso material que exclusivamente hace el bienestar de un pueblo, y al que debemos confiar y entregar todas nuestras aspiraciones. Esto tiene su lado malo y muy malo —No conviene materializar tanto las Sociedades, aflojando los resortes morales de su espíritu— Tenemos ejemplos muy lamentables en que aleccionarnos.
La vida política es necesaria, e indispensable para un Pueblo libre; la vida política que se alienta —por así decirlo, y se desenvuelve efi­cazmente en los partidos—. Estos van a desa­parecer, Sr. Presidente; solo habrá un círculo viviendo y obrando al calor oficial, y como dice muy bien un observador moderno y distingui­do: “un Pueblo, en donde no hay partidos po­líticos, es un Pueblo indolente, incapaz o en decadencia o es víctima de una opresión.”
Los partidos se manifiestan mejor, allí donde la vida política es mas rica y mas libre. —La historia de la República Romana, y el desen­volvimiento de la Inglaterra y de la Unión Americana, se explican principalmente por las luchas de sus partidos—. Son los esfuerzos los celos y las rivalidades de los partidos, que en­gendran las buenas instituciones, y modifican las existentes con reformas saludables, ponien­do de manifiesto las riquezas latentes de un País. —Es un grave error, creer como algunos creen, que los partidos son una debilidad o una enfer­medad de las Sociedades modernas- la causa de los males que suelen sufrir.
Los partidos son la expresión y la manifes­tación necesaria y natural de los grandes resor­tes ocultos que animan a un pueblo; son el resul­tado y el producto de las diversas corrientes del espíritu público, que mueven la vida nacional en el círculo de las leyes.
Y por fin, señor Presidente, sobre esta faz de la cuestión y recordando siempre el propó­sito de esta ley -¿como quieren algunos de sus sostenedores, que aceptemos la sinceridad de sus deseos manifestados por levantar la influen­cia de Buenos Aires?
Se halaga a las otras Provincias con esta evolución, diciéndoles que así se avasallara esa influencia perniciosa que las agita y que tan injustas prevenciones y recelos causa en su es­píritu —y por otra parte, se le dice a Buenos Aires, y a los que combatimos el proyecto, que somos unos ofuscados, y no vemos la preponderancia que este Centro tomará sobre toda la República y con ella aquel prestigio, cuyo aba­timiento se les promete a las otras.
¿En qué quedamos, pues? Son inconciliables estos términos —O se engaña a las otras Pro­vincias y se les tiende una red, o se le hace burla irritante a este Pueblo.
Debo decido con franqueza, somos nosotros los ofendidos: y ya lo he demostrado extensa­mente en consideraciones anteriores.
Sr. Beracochea. — Hago moción para que pa­semos a cuarto intermedio porque el Sr. Dipu­tado está algo fatigado.
Sr. Presidente. — Invito a la Cámara a pa­sar a cuarto intermedio.
—Así se hace. (Prolongados aplausos en la barra)
—Vueltos a sus asientos los Señores Dipu­tados dice el
Sr. Presidente. — Continúa la sesión. Puede seguir usando de la palabra el Sr. Diputado Alem.
Sr. Alem. — Cuando pasamos a cuarto inter­medio estaba señalando los perjuicios que su­frirían, la Provincia que nos quedará sancio­nada esta ley y la ciudad que se federaliza. y esto no es una opinión inconsistente y aisla­da, porque no es posible admitir que tantos y tan distinguidos hombres que han combatido constantemente esta solución, ciudadanos que querían verdaderamente a la Provincia, y que habían dado pruebas inequívocas de sus sim­patías y de sus afecciones por esta “tierra” de su nacimiento o de su adopción, no es posible admitir, decía, que tantos y tan distinguidos patriotas hayan vivido ofuscados durante tanto tiempo, resistiendo esta medida que a su juicio era funesta para Buenos Aires, y de muy peli­grosas consecuencias para toda la República.
Y estas resistencias tan pronunciadas, por cier­to que no han sido esos movimientos que se llaman populacheros, para indicar que vienen de las últimas capas de la sociedad o de los partidos, esto es, de la opinión inconsciente, de la opinión poco instruida; ellos eran promo­vidos e impelidos por pensadores respetables por hombres que habían gastado su vida estu­diando la organización política que tenemos, y los problemas sociales que debieran hacer pros­perar tanto a la Provincia como a la Nación.
Podía citar cincuenta nombres, Sr. Presidente, que al momento viene a mi memoria, federales y unitarios de tradición antigua, pero que ha­bían aceptado lealmente nuestro sistema y lo veían desarrollarse con agrado en bien de la República; Alsina, Sarmiento, Gorostiaga, Már­mol. Montes de Oca, Saenz Peña, López, Ugarte, Quintana, Frías, Navarro, Oroño, Ruiz Mo­reno, Alcobendas, Moreno, Rocha, Avellaneda, Del Valle, Pellegrini, Callo, Alcorta, Cané, La­gos García y otros jóvenes como estos últimos y otros mas provectos, como los primeros, to­dos ellos han trabajado y dirigido esas resis­tencias y esos movimientos, invocando los mis­mos motivos que yo traigo a este debate.
¿Habrán modificado todos su opinión ahora? Solo sabemos de algunos, el menor número. ¿Y por qué la han modificado? ¿No les agrada ya el sistema para cuya conservación es indispensable la autonomía de Buenos Aires?
Hablen, pues, con franqueza; propongan la constitución unitaria y vamos a la discusión del principio.
Buenos Aires lo desea -dicen ellos-, Buenos Aires quiere perder su gobierno propio, quiere convertirse en territorio nacional en una República federalmente constituida y en la que los otros Estados conservan su personalidad política, su autonomía.
Buenos Aires se considera incapaz de dirigirse; algo más, y teniendo presente los móviles de la evolución, Buenos Aires se cree un Pueblo decadente y malo, que entregado a mismo causaría graves perjuicios a la nacionalidad argentina.
¿Aceptará Buenos Aires esta injuria que se lanza?
No puedo creerlo; y aquí recuerdo las palabras de un notable publicista francés, cuando se le proponía el Cesarismo para consolidar el orden político interno de la Francia: “Será posible, decía, que la Nación de la luz, de la audacia y de las grandes esperanzas, se haya convertido en la mansión de las sombras, del escepticismo y de la desesperación”.
Así diría yo, Señor Presidente: no es posible que este Pueblo, que tiene la conciencia de sus aptitudes para gobernarse a sí mismo, para responder a las exigencias del espíritu moderno y civilizador, para afrontar vigoroso todos los peligros que a la Patria amenazaren en cualquier momento; no es posible repito, que este Pueblo admita semejante injuria, que se reconozca inepto y se declare incapaz para vivir sus propios impulsos y que necesite al fin, ser empujado por la espalda con el sable de la Nación, para cumplir los grandes deberes que honor y la integridad de la Patria ponen a buenos y a los dignos hijos que alimentara su seno. (Aplausos.)
Sr. Presidente. — Son prohibidas todo género de manifestaciones. Si la barra repite el hecho haré desalojarla.
Sr. Alem. — Sr. Presidente: sospechando la fatiga de mis honorables colegas después de tanto tiempo a un solo orador, voy a terminar sobre este tópico, entrando al análisis del pensamiento fundamental que entraña el proyecto, demostrando la violenta reacción centralista se hace contra el sistema federal que tenemos con perjuicio de las instituciones democráticas de que tanto nos orgullecemos hasta este momento.
He de examinar también toda la argumenta­ción que en su favor se ha desarrollado por sus mas ardientes defensores –sin dejar mínima duda respecto a su inconsistencia, y aun puedo decir a su impertinencia, señalando, por fin, los gravísimos inconvenientes que en el orden polí­tico y social, trae envueltos esta medida centra­lizadora– y sin que esto sea un rasgo de vani­dad y recordando las palabras de un notable orador, desde luego apercibo a la Comisión para que defienda mejor su dictamen y prevengo a todos los que me oyen, que voy a destruirlo.
[…]
Interrumpen varios diputados con una moción de orden que es rechazada. Continúa en el uso de la palabra.

Sr. Alem. — Cierto es que no todos se atreven a confesar la reacción, y sostienen algunos que la evolución proyectada tiende precisamente a consolidar el régimen federativo, estableciendo el equilibrio necesario, porque esta influencia porteña pesa demasiado ya. —y es para abatir esta influencia que se entrega a la dirección in­mediata del Poder Central la gran Ciudad—, la ciudad principal de la República, poniendo por consiguiente en manos de aquella Autoridad es­ta gran suma de elementos eficaces —en todo orden de ideas— que guarda en su seno la codi­ciada ciudad del Plata.
Un momento sobre esta teoría del equilibrio. Ella halaga mucho, Sr. Presidente, a los parti­darios del Gobierno fuerte.
Este es el programa que levantan de continuo los que no quieren gobernar, sino dominar; es­te es el programa, en una palabra, que con fre­cuencia usan los déspotas para desenvolver sus planes sombríos.
¿Qué significa este equilibrio en el régimen interno que tenemos? ¿Acaso consiste únicamen­te en las relaciones recíprocas de los Estados de la Unión?
Dada la naturaleza de nuestro sistema de Go­bierno ¿en qué debemos fijarnos más? Creo firmemente que en la respectiva posición de los Estados federales con el Poder Central, porque esta es una verdad incontestable; cuando el Poder General por si solo, tenga mas fuerzas que todos los Estados federados juntos, el ré­gimen quedará escrito en la carta, pero fácil­mente podrá ser y será paulatinamente subver­tido en la práctica, y al fin avasallado comple­tamente en cualquier momento de extravío.
El Poder Supremo en la República federal­mente constituida, que reconoce personalidad política en las diversas colectividades que la forman, debe ser relativamente fuerte, y dispo­ner nada mas, que los elementos necesarios para los fines generales de la “institución” por­que no es admisible que todos los Estados se alzaran sin razón y sin justicia contra esa Autori­dad, funcionando legítimamente. Pero si en su mano tiene y centraliza la mayor suma de ele­mentos vitales y de fuerzas eficaces —la República dependerá de su buena o mala intención, de su buena o mala voluntad—, de las pasiones y de las tendencias que le imputen. La dictadura seria inevitable siempre que un mal gobernante quisiera establecerla, porque no habría otra fuerza suficiente para controlar­lo y contenerlo en sus desvíos.
Y estas consideraciones son tanto mas exac­tas en este caso y entre nosotros, atendiendo al estado y a las condiciones en que se encuen­tran las otras Provincias, incapaces todavía de inspirar respeto al mandatario extraviado, ni de ejercer una influencia saludable que lo de­tuviera en sus primeros pasos o en la ejecución de sus pensamientos. El único Estado, que en esta situación se presenta, es precisamente Bue­nos Aires, a quien se debilita de esta manera, y para fortalecer más al Poder Central con los elementos que se les desprenden.
Mal camino lleva el equilibrio que se busca, y erróneo, a todas luces, es el propósito que se tiene en vista.
Esta teoría del equilibrio, como la entienden y la quieren aplicar, los autores de la evolución que combato —me trae el recuerdo de los co­munistas que también quieren equilibrar en el orden social— Son verdaderos niveladores. Las fortunas deben ser iguales, dicen estos, porque los ricos ejercen una influencia nociva en la Sociedad, y hacen una verdadera presión sobre los pobres que componen el mayor número.
Así queremos hacer ahora nosotros, en el orden político de la República.
“Buenos Aires ya está muy rico y la influen­cia que su posición le da causa desconfianzas y prevenciones en las otras Provincias, y pue­de hacer que peligre, alguna vez, la naciona­lidad Argentina.”
Desde luego resalta la exageración de estos temores —aun aceptando su sinceridad— y el medio de equilibrar no deja de ser original y extravagante. Yo comprendería ese equilibrio y lo aplaudiría, con medidas eficaces para mejorar el estado de las otras Provincias -para levan­tar su situación moral y material- pero em­pobrecer al rico para hacerlo de igual suerte a los otros en vez de enriquecer al pobre para que nadie se resienta en el organismo general; proceder de esta manera, decía, es practicar el comunismo en política y obrar con la mayor imprevisión en la República Argentina.
Esta teoría del equilibrio, por fin, Señor Pre­sidente entraña una verdadera resistencia a la ley soberana del progreso y destruye completa­mente los más laudables esfuerzos y los más no­bles estímulos.
¿Para qué gastar fuerzas y actividad en hacer y levantar una posición, que debe dar también una legítima influencia?
¿Para que la Provincia mutilada de Buenos Aires se ha de entregar a una labor asidua que la coloque en el andar del tiempo a la misma altura de que por esta evolución desciende, si al fin ese poder y esos prestigios, considerados otra vez como perjudiciales y peligrosos, sufrirán la misma suerte que en este momento se les de­signa?
He dicho, Sr. Presidente, que todos esos te­mores que se manifiestan son imaginarios, que el peligro consiste precisamente en la ten­dencia y el propósito que entraña esta evolución —y debo examinar, en breves momentos, las condiciones en que por nuestra «carta» está el Poder central, con todos los elementos de que por ella misma dispone.
Nuestra «carta nacional» es mas centralista que la Norteamericana y la Suiza. -Nuestra legislación es unitaria, como no lo es en la pri­mera y las facultades respecto de el ejército no están en la segunda—.Y puedo aventurarme a decir, que nuestro Ejecutivo, es mas fuerte todavía que el mismo Ejecutivo de Inglaterra, no obstante ser monárquica aquella Nación.
El Presidente de la República Argentina es el General en Jefe de un respetable ejército de mar y tierra, y puede colocarlo en donde él le juzgue conveniente. -Este ejército no tiene límite señalado por la Constitución, y el Con­greso puede aumentarlo a su juicio.
El tesoro nacional está bien provisto, pues tiene las rentas principales que producen los Estados -siendo su mayor parte lo que procede de Buenos Aires-; acaso un sesenta o un setenta por ciento de las que esta Provincia pro­duce.
El Ejecutivo Nacional compone su Gabinete a su voluntad y lo mantiene del mismo modo, sin que haya fuerza legal que se lo pueda im­pedir.
Las provincias no pueden levantar ni mante­ner tropas de línea ni armar buques —y por fin, el Gobierno Nacional tiene el derecho de intervención en aquellas.
Y yo pregunto y espero que se me conteste con espíritu desprevenido, —si es posible con todo esto a la vista, sostener, como se ha dicho, que es frágil y vacilante la base de la Autoridad nacional?— si es posible que marchando como se debe marchar y aplicándose la ley im­parcialmente —pueda alguna vez peligrar la existencia de esa autoridad y la nacionalidad argentina, por disturbios y acontecimientos ­aún mas graves de los que se acaban de produ­cir?
No, señor Presidente —la Autoridad Nacional tiene todas las atribuciones y todos los elementos necesarios para conservarse en cualquier emergencia, para guardar el orden y abatir todo movimiento irregular.
Y no lo acabamos de ver ahora mismo? Un espíritu violento y apasionado, dirigiendo los negocios públicos de esta importante Provincia y disponiendo de todos sus elementos eficaces, promueve una convulsión— La Autoridad nacional, muy culpable en el desarrollo que esos sucesos tomaban —abandona en un día la Ciudad y se traslada a las soledades de la Chacarita, dejando en poder del rebelde—, porqu­e quiso dejados, poderosos elementos bélicos­, de la Nación: y en quince días no mas se encuentra rodeado de un ejército poderoso, y en los primeros pasos que avanza sobre aquel—, todo a quedado concluido.
Pero si no hay peligro respecto a la Naciona­lidad argentina y al libre ejercicio de las funciones nacionales -ese peligro será muy grande para las libertades públicas y las autonomías provinciales, el día que se entregue al Poder Nacional este centro poderoso, que quedando bajo su acción y gobierno inmediato, no podrá ser en adelante un obstáculo a los avances que un Gobernante mal dirigido o apasionado intente, y consumará fácilmente.
Dominando previamente en esta Capital por medio de sus agentes y allegados - ¿quien podrá contenerlo después?
¿Es una tendencia natural del Poder a extender sus atribuciones, a dilatar su esfera de acción y a engrandecerse en todo sentido; y si ya ob­servamos ahora como se arrojan sombras, de continuo, sobre la autonomía de algunas Provincias, influyendo sensiblemente la Autoridad Nacional en actos de la política y del régimen interno de aquellas? — ¿qué no sucederá cuando se crea y se sienta de tal manera poderosa y sin control alguno en sus procedimientos?
Creo firmemente, Señor, que la suerte de la República Argentina federal, quedará librada a la voluntad y a las pasiones del Jefe del Ejercito Nacional.
Mi palabra no está sola al sostener estas ideas. La gran mayoría de nuestros distinguidos pu­blicistas y oradores, de la anterior y de la nue­va generación, las ha sostenido y presentado antes que yo. Siempre que en nuestros Parla­mentos ha surgido esta cuestión y ha sido combatida y rechazada la solución que nuevamen­te se propone ahora, ha sido precisamente in­vocando estas mismas consideraciones. Y para no fatigar a la Cámara con lecturas, solo he de hacer en este momento algunas de las que se refieren al último debate, brillante y laborioso, que tuvo lugar en 1875; y me fijo en este principalmente por las personas que en él in­tervinieron.
El Dr. D. José M. Moreno, decía en el infor­me que ya recordé: “que no era obedeciendo a una tendencia centralista que Buenos Aires ha­bía resistido siempre ser la Capital de la Repú­blica, sino por el contrario siguiendo las ideas y los principios federales que ya habían hecho mucho camino en este Pueblo”.
Eso es lo que deberíamos hacer, una vez constituidos federalmente, decía el Dr. López —imitar a los Estados Unidos, estableciendo una Capital modesta, como allí se tiene, y que es lo que conviene al sistema adoptado, porque el Poder Nacional no necesita de una Capital brillante y poderosa—, y ni es siquiera com­patible el gobierno directo de un gran Centro.
Y en algunas bellas páginas, escritas sobre el gobierno propio, el mismo señor desarrollaba estas ideas, que la Cámara me permitirá, se las repita, con la lectura de un solo párrafo.
“Lo que es cierto y natural -escribe el Dr. López- es siempre bueno, y en este caso se halla la forma federativa y el gobierno de pro­pios, combinado con ella por una analogía de principios y de esencia...
“A este respecto ya no podemos hacernos ilu­siones. Buenos Aires no puede ser propiedad de la Nación, como lo es Santiago de Chile, no puede ser la Nación como lo es Paris, y este es el nudo fatal y ciego que necesitamos desa­tar por los resortes del Gobierno de sí mismo, si queremos entrar en la vía de un desenvolvi­miento franco y libre de los elementos de nues­tra grandeza. Mientras no lo hagamos, no hay término medio entre el aprisionamiento del Go­bierno Nacional dentro de los edificios de la Ciudad de Buenos Aires o el sometimiento de esta con todos los instintos prepotentes de su riqueza y de su extensión, a los intereses y a los hombres del orden Nacional. Cuando lo primero, Buenos Aires estará satisfecho en su orgullo, y tranquilo en las garantías que le pres­tarán los jefes populares de su municipio: es Roma o Atenas, señora absoluta de los aliados. Pero tendrá que estarse sacrificando para some­ter las resistencias, tendrá que agotar sus rique­zas y sus rentas para mantener a sus aliados en una eterna guerra civil; tendrá que arrasar las Provincias que se revelen contra esa estam­pa mas o menos receptiva del Gobierno Federal; nuestro Gobierno Provincial será el agen­te, la caja y el cuartel del Poder Nacional; y quedaremos eternamente condenados a some­ter con la fuerza, con mas o menos legitimi­dad, las pasiones y ambiciones locales de las otras Provincias, a las exigencias del rol de tu­tores fundamentalmente antifederal en que le habrá constituido esa fuerza de las cosas mal concebidas y mal practicadas.”
Otro de los más brillantes oradores de la nueva generación, el doctor don Delfín Gallo, concluía su notable discurso en aquel ruidoso debate, con las siguientes palabras en que con­densaba todo su pensamiento:
“¿Cuál debía ser, pues, el punto en que debía establecerse la Capital de la República? ¿Debía ser la Ciudad de Buenos Aires, la anti­gua Capital tradicional, la Capital del partido unitario? ¿Debía ser la Capital eminentemente federal, la Capital de los Estados Unidos, es decir, la Capital nueva, con ideas, tendencias y origen esencialmente nacionales?
“La Capital en Buenos Aires, Sr. Presidente, fue resistida desde el primer momento, y fue resistida precisamente por Buenos Aires mismo; lo que viene a probar completamente en con­tra de lo que decía el Sr. Diputado por Córdo­ba de que Buenos Aires se encontraba directa­mente interesado en mantener la Capital en su seno, a consecuencia de esa exigencia de cen­tralismo de que Buenos Aires se había hecho un campeón interesado.
«Buenos Aires, pues, fue el que resistió prin­cipalmente a la resolución de la cuestión Ca­pital, en el sentido de establecer a esta en su territorio, y la resistió porque en Buenos Aires habían hecho camino las ideas federales, y por­que se comprendía que la Capital de un Estado federal no podía establecerse en un centro po­puloso como la ciudad de Buenos Aires porque era ir derecho al unitarismo »
Y en esto estaban de acuerdo los mismos que en aquella discusión luchaban frente a frente. El Dr. D. Tristán Achaval, que como se sabe, es una de las ilustraciones de Córdoba, federal de convicciones firmes -federal de sangre pura que nunca había arriado su bandera, hasta este momento, levantaba su voz, algo nerviosa en ese debate, por la agitación que le producía la cavilosidad de que era víctima, y se expresaba en estos términos.
«La federalización de la ciudad de Buenos Aires, único centro de vida relativamente a su campaña desierta; inmensamente rica y pode­rosa en todo género de recursos relativamente a esta pobre y débil; la federalización de esta ciudad, decía, habría importado la federalización de toda la provincia de Buenos Aires y fe­deralizar esta provincia era poner la cabeza de un gigante sobre el cuerpo de un pigmeo, era hacer de la capital la Nación, era llevar toda la vitalidad del cuerpo a la cabeza, era centralizado todo en esta, era ir poco a poco al régimen unitario.
« ¿Por qué no se llevó, pues, a cabo la federa­lización de Buenos Aires, se me objetará, si tan perfectamente respondía al régimen centralista?
«La razón es sencilla.
«El sentimiento democrático se había apode­rado ya de Buenos Aires y divididole en frac­ciones políticas que son vitales para aquel.
«La fracción que no estaba en el poder, com­prendió bien que si la federalización de Buenos Aires por una parte importaba marchar direc­tamente al régimen centralista, por otra impor­taba radicar y hacer inamovible el partido que estaba en el poder, importaba crear una aris­tocracia, hiriendo de muerte el principio demo­crático.
«Ante esta perspectiva, el sentimiento de pro­pia conservación del espíritu democrático, su­girió a la fracción local, que se llamó desde entonces partido autonomista, una tenaz resis­tencia a la federalización de Buenos Aires.
«Y esta resistencia, este partido, al salvarse él, al salvar los principios de la democracia, salvó también el sistema federal que hoy esta­ría sustituido por una dictadura y salvó la Constitución de Mayo que hoy seria letra muerta. Esa es la verdad.»
A riesgo de molestar a la Cámara, quiero ter­minar sobre este tópico con la opinión de tres hombres, cuya competencia, nadie puede poner en duda.
Sarmiento, el distinguido estadista, en la Convención de 1860, y en un notable folleto escrito anteriormente, se pronunció decididamente con­tra esa solución, y preguntaba:
¿Podría Buenos Aires ser la Capital de la Re­pública? No; Y esto vamos a probar. ¿Es útil a la República, que Buenos Aires sea un simple Es­tado federal? Si; y trataremos de demostrarlo ...
¿Por qué hemos creído que Buenos Aires debía ser la Capital de la Confederación?
¿Por qué había sido de la colonia y de la Re­pública unitaria? Esta es sin embargo la razón teórica, por la cual no hubiera de adaptarse a una federación.
Una gran metrópoli, había dicho ya Mc-Intosh, puede ser considerada como el corazón de un cuerpo político, como el foco de su poder y ta­lentos, como la dirección de la pública opinión, y por tanto un fuerte baluarte en la causa de la libertad, o como una poderosa máquina en ma­nos de un opresor. —Rosas no había oído las palabras de Mc-Intosh, pero la tiranía es ins­tructiva en todos tiempos y lugares—Buenos Aires ha dejado de ser máquina de tiranizar, dejémosla pues, baluarte de la libertad.»
Si las exigencias transitorias de la política —escribe el constitucionalista Estrada, han po­dido aconsejar y permitir este estado de cosas, es la verdad que la solución científica, mirando al porvenir, es opuesta a esta situación—. Se refiere a la permanencia de la Autoridad nacional en Buenos Aires.
Y por fin, el malogrado y distinguido Ugarte, sosteniendo las mismas opiniones, se expresaba, más o menos, con estas bellísimas palabras en un notable discurso que tengo a la vista. — En eso precisamente consiste la excelencia del sis­tema federal —decía el orador—, en que no absorbe toda la vitalidad de la Nación en una Localidad determinada, en que deja circular por todas partes el movimiento, la vida y el calor.
“No absorbamos pues toda la vitalidad de la República en el local privilegiado de esta Capi­tal; dejemos que a todas partes vaya el movimiento y la vida, que en todas partes se sienta la iniciativa y la acción.”
No acabaría, señor Presidente, con las citas de opiniones análogas; pero para fortalecer la mía bastan las que he traído hasta ahora al debate, entre las que se encuentran algunas emanadas de los que hoy apoyan esta evolución, y por cuyo motivo no he querido dejarlas en el archivo.
Podrán decir que el sistema no les agrada ahora; pero, no creo, tengan el valor de sostener que se equivocaron respecto a la tendencia que entraña esta solución, porque eso seria imperdonable e inadmisible, tratándose de hombres que han aspirado a la dirección de los negocios públicos, que la han obtenido de sus conciudadanos, y que tenían, por consiguiente, el sagrado deber de preocuparse y meditar profundamente sobre todos estos problemas polí­ticos, sobre todas las cuestiones que de tal manera afectan los intereses y las convenien­cias generales del País.
No lo niegan muchos de ellos, y confesando la reacción centralista y unitaria que promueven y quieren consumar a todo trance, nos aducen una serie de consideraciones que no reciten al más ligero examen.
“El Partido autonomista no fue impulsado ni luchó por los principios que proclamaba”.—­nos han dicho algunos de los pro-hombres de la situación, pretendiendo apartar de este modo los cargos que podían dirigírseles por la versatilidad de sus opiniones;—esto es, el Partido autonomista no fue sincero ni leal, —levantó un programa y un credo que no profesaba, para engañar a sus compatriotas. —No tuvo otro fin ni otro propósito sino combatir una personalidad temiendo que pudiera establecer una dictadura —Yo no me explico ni comprendo, Sr. Presidente, como se presenta este argumento en esta situación y en estas circunstancias.
Combatimos la ley que proponía el General Mitre por el temor de una dictadura; combatimos al General Urquiza y rechazamos la Constitución del 53, por análogos motivos. —La federalización de Buenos Aires podía ser en manos de aquellos señores un instrumento de opresión, y era siempre un peligro y una amenaza para nuestras instituciones liberales. —y por que no ha de ser también en poder del General Roca?
No pretendo atacar a la persona, ni he de avanzar un juicio respecto a las condiciones de su carácter. —No soy su amigo ni su enemigo, y no tengo motivos para conocerle bien; — pero señalo el hecho por su ana logia y pertinencia­ tampoco y no creo, que el General Roca esté formado de alguna pasta especial que haga inadmisibles mis observaciones.
Y si bien meditamos las cosas, el General Roca se encuentra en peores condiciones de las en que se hallaba Mitre y Urquiza para fundar aquellas sospechas en el ánimo de los que le combatían.
El General Urquiza era el vencedor en Case­ros, era el libertador que abatiera el despotismo de Rosas, sentido en Buenos Aires mas que en otra parte de la República, y tenia derecho a la gratitud.
El General Mitre era el caudillo victorioso con las armas de esta Provincia. Un gran partido le había acompañado en la jornada de Pa­vón, y le rodeaba de sus afecciones y levantaba su nombre en medio de los aplausos. La gloria militar influye y mucho; — y sin embargo, gran parte de esos mismos compañeros en la lucha, promoviendo un poderoso movimiento de opinión, se colocaron frente a frente del caudillo triunfador, en defensa de las instituciones de­mocráticas, para las cuales veían un grave peligro en los planes que aquel pretendía con­sumar.
Y bien, Sr. Presidente, para nadie es un mis­terio que la candidatura del General Roca ha sido completamente impopular en Buenos Aires como lo fue también la del Dr. Tejedor. –El Pueblo rechazaba los dos; —sus partidarios de afección se contaban en el círculo de sus amigos íntimos personales—, porque no debemos tomar en cuenta algunas adhesiones de última hora que recibió la primera, dirigidas por aquellos cuyas ambiciones impacientes y febriles les han hecho cometer tantos errores y tan mal les van colocando ante la opinión sensata del País.
No digo tampoco que el General Roca preten­da establecerla, y dueño de los poderosos ele­mentos que por esta evolución se le dan, —sien­ta agitarse su espíritu al impulso de pasiones condenables, y se lance en un sendero extra­viado—, pero es evidente que se labra la base y se echan los cimientos, para que en cualquier momento un gobernante mal intencionado, pue­da avasallar el orden institucional que tenemos, dominando por su sola voluntad sin que halle obstáculo serio en su camino.
¿Rosas habría podido ejercer su dictadura sobre toda la República, si no hubiese sido el Gobernador de Buenos Aires, teniendo bajo su acción inmediata y a su disposición todos los elementos de esta importante Provincia?
Es claro que no, señor Presidente, como no pudo ejercerla el General Urquiza desde el Pa­raná, como no habría podido establecerla el General Mitre, si esa hubiese sido su intención.
Seamos francos alguna vez.
Cuando el mismo general Sarmiento, —hom­bre público respetado por todos y admirado por muchos—, subió en estos últimos tiempos al Mi­nisterio y quiso dominar los sucesos que empeza­ban a desarrollarse, alarmando a todos por el gi­ro que tomaban, los mismos que hoy sostienen esta evolución para hacer un gobierno fuerte, —pusieron la voz en el cielo contra las doctrinas autoritarias de aquel señor «que se lanzaba sobre los derechos y las autonomías provinciales».
Liberales y demócratas mientras estamos aba­jo, autoritarios y aristócratas cuando nos exal­tamos al «Poder».
Una de las cosas que más han trabajado a nuestros Partidos y aun a nuestra sociedad, —decía el distinguido publicista Dr. López —es la política de la mentira. Yo no quiero decir tanto; pero si acuso esa falta de sinceridad,— tanta inconsistencia en las opiniones, tanta versatilidad en los procederes y en las ideas.
Así vemos hombres jóvenes, en la aurora e su vida y en cuyo espíritu solo debieran levantarse las altas concepciones del derecho, de justicia y de la verdad, —seguir las diversas evoluciones de los círculos sin detenerse un instante a meditar sobre ellas—; así los vemos tal bien entusiastas y ardientes liberales en los comienzos de su vida pública, defendiendo las autonomías de todas las colectividades y los derechos del Pueblo, y apenas han subido algunos escalones y ya creen no tener necesitan del apoyo de esas masas populares que tan halagaban, —se convierten en los mas decidid autoritarios y aristócratas, contra todos esos movimientos que entonces les llaman populacheros en son de desprecio, — «y es necesario, es inevitable ponerles la mano encima para contener sus desbordes y sus anarquías». (Aplausos)
[…]
/continún en la 2° parte...

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